Page 57 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
P. 57

siquiera  el  día  en  que  se  los  llevó  al  mar  y  yo  veía  todo  en  la  puta  CNN,

               sentado en un bar en Brooklyn.
                    Y de repente supe que la chica no me había seguido por el callejón, ni
               cerrado la puerta, supe que había estado allí todo el tiempo. También supe que
               ni cientos de capas de pintura bastarían para destruir el laberinto de Jacova.

                    —No  deberías  estar  aquí  —dijo  la  chica  con  voz  de  minotauro,
               extraviada, lejana y pesarosa.
                    —¿Y dónde debería estar? —pregunté, y el aliento formó una vaharada en
               un aire que se había tornado tan glacial como si estuviéramos en lo más crudo

               del invierno, o en el fondo del mar.
                    —Todas las respuestas estaban aquí —contestó—. Todo lo que te estás
               preguntando, esas cosas que te quitan el sueño, que te están volviendo loco.
               Todas  las  preguntas  que  estás  escribiendo  en  ese  ordenador  tuyo.  Yo  te  lo

               ofrecí todo.
                    Entonces  llegó  un  sonido  como  de  agua  rompiendo  contra  la  piedra  y
               después el de algo pesado, suave y húmedo que se arrastraba por el suelo de
               cemento, y pensé en la cosa del altar, la Madre Hidra de Jacova, esa corrupta

               y  abultada  Madonna  del  abismo,  sus  tentáculos  y  zarcillos  de  anémona,
               saltones ojos de calamar, la probóscide de un gusano de tubo serpenteando de
               uno de los agujeros donde debería haber estado su cara.
                    «Poderosa,  eterna  hija  de  Typhaôn  y  la  serpentina  Echidna,  Υδρα

               Λερναια, Udra Lernaia, puta voraz de todos los mundos sin luz, zorra, novia
               y concubina del Padre Dagon, Padre Kraken…».
                    Me  alcanzó  un  olor  a  descomposición  y  barro,  agua  salada  y  pescados
               muertos.

                    —Ahora  debes  marcharte  —dijo  la  chica  con  apremio  y  extendió  una
               mano como si pretendiera enseñarme el camino. Incluso en la penumbra, vi
               los percebes y los piojos marinos anidados en la carne abierta de su palma—.
               Eres una espina en mi alma, siempre lo serás. Y ella te arrastraría para acabar

               con mi propia oscuridad.
                    Y  de  pronto  la  chica  ya  no  estaba.  No  desapareció,  simplemente  ya  no
               estaba allí. Aquellos sonidos y olores se habían ido con ella. No quedaba nada
               detrás  más  que  el  silencio  y  el  hedor  de  cualquier  edificio  abandonado,  el

               viento que rozaba las cortinas y los rincones del almacén, y el tráfico de las
               carreteras del mundo que esperaba en algún lugar al otro lado de esas paredes.



                                                            §






                                                       Página 57
   52   53   54   55   56   57   58   59   60   61   62