Page 56 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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divina abominación de Jacova había descansado sobre pliegues de terciopelo

               del color de una masacre. Tenía la linterna agarrada con tanta fuerza que los
               dedos de la mano derecha habían empezado a entumecérseme.
                    Detrás de mí se oían ruidos arenosos, como de arrastrarse, que podrían
               haber sido pisadas, así que me giré de pronto, enredándome con mis propios

               pies de tal manera que a punto estuve de caerme de culo, a punto de soltar la
               linterna. La niña estaba de pie a unos tres o cuatro metros de mí y pude ver
               que  la  puerta  que  llevaba  de  vuelta  al  callejón  se  había  cerrado.  No  podía
               tener más de nueve o diez años, iba vestida con unos vaqueros rasgados y una

               camiseta  manchada  de  barro,  o  lo  que  parecía  barro  en  la  lóbrega  luz  del
               almacén.  El  pelo  corto  podría  haber  sido  rubio  o  castaño  claro,  resultaba
               difícil saberlo. La mayor parte de su rostro permanecía oculto en las sombras.
                    —Es demasiado tarde —dijo.

                    —Por Dios, niña, casi me matas del susto.
                    —Llegas demasiado tarde —dijo ella.
                    —¿Demasiado tarde para qué? ¿Me has seguido hasta aquí?
                    —Las puertas ya están cerradas. No se volverán a abrir, ni para ti ni para

               nadie.
                    Miré  detrás  de  ella  a  la  puerta  que  había  dejado  abierta,  y  ella  miró
               también.
                    —¿Has cerrado tú esa puerta? —le pregunté—. ¿No se te ha ocurrido que

               a lo mejor la he dejado abierta por una razón?
                    —Esperé tanto como me atreví —contestó, como si eso respondiera mi
               pregunta, y se giró para encararme de nuevo.
                    Después  di  un  paso  hacia  ella,  o  quizá  dos,  y  me  detuve.  Y  en  ese

               momento  experimenté  la  sensación  o  sensaciones  que  los  escritores  de
               misterio y de terror, desde Poe hasta Theo Angevine, han tratado de expresar:
               el casi doloroso cosquilleo cuando los pelos de la nuca, de los brazos y las
               piernas se me erizaron, el nudo gélido en la boca del estómago, el escalofrío

               recorriendo  mi  espalda,  el  aflojarse  de  mis  intestinos  y  de  mi  vejiga,  el
               apretarse de mi escroto. Se me heló la sangre. Estira todos los putos clichés y
               sigue sin haber nada que se acerque lo más mínimo a lo que yo sentí allí de
               pie,  mirando  a  aquella  niña,  mientras  ella  me  devolvía  la  mirada  con  unos

               ojos que reflectaban la débil luz de las ventanas.
                    Mirando su cara, sentí un pavor que jamás había experimentado antes. Ni
               en zonas de guerra mientras atronaban las sirenas de ataque aéreo, ni durante
               los  interrogatorios  con  una  pistola  hundida  contra  la  sien  o  los  riñones.  Ni

               esperando los resultados de una biopsia tras descubrir un lunar extraño. Ni




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