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--Cinco minutos más -dijo Ben, susurrando-. Habría bastado con eso.
                   --¿Has oído su pedorreta? -preguntó Beverly, riendo otra vez.
                   --Parecía la Tercera Guerra Mundial -confirmo Ben, riendo también.
                   Desahogarse fue un alivio. Rieron como posesos tratando de no levantar la voz.
                   Por fin, sin saber que iba a decirlo (y no porque tuviera alguna relación con lo
                que estaba pasando, por cierto), Beverly dijo:
                   --Gracias por el poema, Ben.
                   Ben dejó de reír y la miró con recelo. Sacó un pañuelo sucio del bolsillo y se
                limpió la cara lentamente.
                   --¿Qué poema?
                   --El "haiku". El "haiku" de la postal. Lo enviaste tú, ¿no es cierto?
                   --No -dijo Ben-, yo no te envié ningún "haiku". Si un chico como yo... si un gordo
                como yo hiciera algo así, la chica se reiría de él.
                   --Yo no me reí. Me pareció muy bello.
                   --Yo no sabría escribir nada hermoso. Tal vez haya sido Bill. Yo no.
                   --Bill sabe escribir -reconoció ella-, pero jamás escribirá algo tan bonito. Dame tu
                pañuelo.
                   Se lo dio. Beverly se limpió la cara.
                   --¿Cómo supiste que era mío? -preguntó él, por fin.
                   --No lo sé. Me di cuenta.
                   Ben tragó saliva. Se miró las manos.
                   --No lo escribí en serio.
                   Ella lo miró.
                   --Espero que eso no sea cierto. De lo contrario, me vas a arruinar el día. Y te
                diré que ya lo tengo bastante arruinado.
                   Él siguió mirándose las manos. Por fin dijo, en voz apenas audible:
                   --Bueno, es que te amo, Beverly, pero no quiero que eso estropee nada.
                   --No tiene por qué estropear nada -respondió ella, abrazándolo-. En este
                momento necesito todo el amor del mundo.
                   --Pero a ti te gusta Bill.
                   --Puede ser -respondió ella-, pero eso no importa. Tal vez importaría si
                fuésemos mayores. Pero todos vosotros me gustáis. Sois mis únicos amigos. Yo
                también te amo, Ben.
                   --Gracias -dijo él. Hizo una pausa, lo intentó y logró decirlo. Hasta pudo mirarla a
                los ojos mientras lo decía-: Lo escribí yo, sí.
                   Por un rato guardaron silencio. Beverly se sentía a salvo, protegida. Las
                imágenes de la cara de su padre y del cuchillo de Henry parecían menos vívidas y
                amenazadoras cuando estaba junto a Ben. Era difícil definir. esa sensación de
                amparo; no lo intentó, pero mucho más adelante reconocería la fuente de esa
                fuerza: estaba en brazos de un hombre capaz de morir por ella. Era algo que
                Beverly sabía, simplemente: estaba en el olor que brotaba de esos poros, algo
                completamente primitivo a lo que sus propias glándulas podían responder.
                   --Los otros iban a volver -dijo Ben, de pronto-. ¿Y si Henry los atrapa?
                   Beverly se irguió. Recordó que Bill había invitado a Mike Hanlon a almorzar con
                él. Richie llevaría a Stan a su casa para comer bocadillos. Y Eddie había
                prometido llevar su tablero de parchís. Llegarían pronto, sin imaginar que Henry y
                sus amigos estaban en Los Barrens.
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