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Poco a poco (y sólo a medida que el ruido se iba alejando) comprendió que se
trataba de una ambulancia; iba en la misma dirección tomada por el coche de
policía. Se tendió en el césped mojado, estremecido: tenla frío. Hizo esfuerzos
("rock and roll tengo una polla en el granero qué granero mi granero")
por no vomitar. Temía que, si vomitaba, se le escaparían todas las tripas... y
todavía le faltaba ajustar cuentas con cinco de ellos.
"Ambulancia y patrullero. ¿Adónde van? A la biblioteca, por supuesto. El negro.
Pero llegan tarde. Lo liquidé. Será mejor que apaguen la sirena, chicos, porque él
ya no oye.. Está más muerto que mi abuela. Está ... "
Pero ¿estaba muerto?
Henry se humedeció los labios despellejados con la lengua reseca. Si el negro
hubiese muerto, no se oirían sirenas en la noche. No, a menos que el negro los
hubiese llamado. Entonces era posible que el negro no estuviera muerto.
-No -susurró Henry.
Se puso de espaldas y miró el cielo y las estrellas. "Eso" había llegado desde
allí, él lo sabía. Desde algún lugar del cielo... "Eso"
("vino del espacio exterior con hambre de mujeres terráqueas, vino a robar a
todas las mujeres y a violar a todos los hombres, dice Frank ¿no querrás decir
robar a todos los hombres y violar a todas las mujeres? ¿Quién dirige ezte
ezpectáculo pedazo de mamón tú o Jesse? Victor solía contar eso y era muy")
vino de los espacios entre las estrellas. Sólo mirar ese cielo estrellado le daba
escalofríos; era demasiado grande, demasiado negro. Era posible imaginarlo rojo
como la sangre, era posible imaginar una cara que se formaba en líneas de
fuego...
Cerró los ojos, estremecido, con los brazos cruzados sobre el vientre y pensó:
"El negro está muerto. Alguien nos oyó pelear y llamó a la policía, nada más."
Entonces, ¿para qué la ambulancia?
--Basta, basta -gruñó Henry.
Sentía otra vez la misma rabia desconcertada; recordó cuántas veces lo habían
derrotado en los viejos tiempos, viejos tiempos que ahora parecían tan próximos y
vitales. Recordó que, cuantas veces había creído tenerlos cogidos, se le habían
escapado de entre los dedos, de algún modo. Así había sido aquella última tarde,
cuando Belch vio a la putilla corriendo por Kansas hacia Los Barrens. Henry lo
recordaba muy bien. Cuando a uno le dan una patada en los huevos, eso no se
olvida. Y aquel verano había pasado muchas veces.
Henry hizo un esfuerzo hasta sentarse, haciendo una mueca ante la profunda
punzada de dolor que le atravesó las entrañas.
Victor y Belch lo habían ayudado a bajar a Los Barrens caminando tan rápido
como se lo permitía el dolor en la ingle y en el vientre. Había llegado el momento
de acabar con aquello. Siguieron el sendero hasta un claro del que partían cinco o
seis caminos como hilos de una telaraña. Sí, allí habían jugado algunos chicos; no
hacía falta ser detective para darse cuenta. Había envolturas de caramelos, varias
tablas y un poco de serrín, como si hubieran construido algo.
Henry recordaba haberse detenido en el centro del claro estudiando los árboles
en busca de una casita. En cuanto la encontrara, treparía. Y la chica estaría allí,
aterrorizada, y él le rebanaría la garganta con la navaja y le sobaría las tetitas
hasta que dejaran de moverse.