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Apoyó el extremo de la navaja contra el flaco cuello de su padre. El hombre se
movió un poco y volvió a caer en su sueño de cerveza. Henry mantuvo la navaja
así unos cinco minutos, con los ojos distantes y pensativos, mientras con la yema
del pulgar acariciaba el botón plateado de la empuñadura. La voz de la luna le
habló, susurrando como el viento de primavera, que es cálido pero con una fría
navaja escondida en medio. Zumbaba como un nido de papel lleno de avispas
alborotadas, parloteaba como un político ronco.
A Henry le pareció muy bueno todo lo que la voz dijo. Así que pulsó el botón
plateado. Se oyó un "clic" al soltarse el resorte. Quince centímetros de acero
penetraron en el cuello de Butch bowers, tan fácilmente como los dientes de un
tenedor en un pollo bien cocido. La punta de la hoja asomó por el otro lado
empapada de sangre.
Butch abrió los ojos y los clavó en el cielo raso. -Su boca se abrió de pronto. De
las comisuras brotó un hilo de sangre que corrió por las mejillas, hacia el lóbulo de
las orejas. Empezó a gorgotear. Una gran burbuja de sangre se formó entre sus
labios flojos y estalló. Una de sus manos ascendió hasta la rodilla de Henry y la
apretó convulsivamente. Al chico no le molestó. A su debido tiempo, la mano cayó.
Los gorgoteos cesaron un momento después. Butch Bowers había muerto.
Henry extrajo la navaja, la limpió en la sábana sucia y empujó la hoja hacia
dentro hasta que el muelle volvió a chasquear. Miró a su padre sin mayor interés.
La voz le había enumerado los trabajos del día mientras permanecía arrodillado
junto a Butch, con la navaja contra su cuello. La voz le había explicado todo. Así
que fue a la habitación vecina para telefonear a Belch y Victor.
Y allí estaban los tres, y aunque todavía le dolía la ingle, el cuchillo formaba un
bulto reconfortante en el bolsillo de su pantalón. Tenía el presentimiento de que
pronto empezarían los navajazos. Los niñatos bajarían hasta allí para retomar sus
estúpidos juegos y entonces empezarían los navajazos. La voz de la luna se lo
había dicho mientras él estaba arrodillado junto a su padre. Durante el trayecto
hasta el centro él no había podido apartar la vista de ese pálido disco fantasmal
que pendía del cielo. En realidad había un hombre en la luna: una cara espectral,
horripilante, llena de destellos, con cráteres por ojos y una sonrisa siniestra que
parecía llegarle casi a los pómulos. La luna le habló
("aquí flotamos, Henry, todos flotamos, tú también flotarás")
durante toda la caminata hasta la ciudad. "Mátalos a todos, Henry", había dicho
la voz fantasmal de la luna. Y Henry lo comprendía. Henry sentía que podía
secundar esas emociones. Mataría a todos sus torturadores. Entonces, esas otras
sensaciones (de que estaba perdiendo el mando, de que se acercaba
inexorablemente a un mundo más grande, donde no podía dominar como había
dominado en el patio de la escuela, de que en ese mundo el gordo, el negro y el
tartamudo podrían crecer, de algún modo, mientras que él sólo acumularía años)
desaparecerían.
Los mataría a todos y entonces las voces, las que le hablaban desde dentro y la
de la luna, lo dejarían en paz. Después de matarlos a todos, volvería a su casa y
se sentaría en el porche trasero, con la espada japonesa de su padre cruzada en
el regazo. Bebería una lata de cerveza. Escucharía la radio, pero no un partido de
béisbol. El béisbol era cosa de viejos. Él escucharía rock and roll. Aunque Henry
no lo sabía (de cualquier modo no le habría importado), en ese único tema estaba