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"Espera... vigila"...
                   Esperó, pero no hubo más: sólo el zumbido regular y soporífero de la maquinaria
                de bombeo. Fue a reunirse con Victor, que lo observaba con cautela. Sin prestarle
                atención, aulló llamando a Belch. El chico llegó enseguida.
                   --Vamos -dijo.
                   --¿Qué vamos a hacer, Henry? -preguntó Belch.
                   --Esperar. Vigilar.
                   Se arrastraron otra vez hacia el claro y allí se sentaron. Henry trató de separar
                sus calzoncillos de los testículos doloridos, pero le dolían demasiado.
                   --Pero, Henry, ¿qué...? -empezó Belch.
                   --¡Chist!
                   Belch guardó silencio. Henry tenía cigarrillos, pero no los ofreció. No quería que
                la putilla oliera el tabaco, si estaba cerca. Habría podido explicarlo, pero no había
                necesidad. La voz sólo le había dicho dos palabras que eran explicación
                suficiente. Los niñatos jugaban allí. Pronto llegarían los otros. ¿Por qué
                conformarse sólo con la pequeña zorra si podían coger a esas siete mierditas
                secas?
                   Esperaron y vigilaron. Victor y Belch parecían dormir con los ojos abiertos. La
                espera no fue larga, pero Henry tuvo tiempo de pensar en muchas cosas. Por
                ejemplo, cómo había encontrado la navaja esa mañana. No era la misma que
                había utilizado al terminar las clases; ésa la había perdido. Y la nueva era mucho
                mejor.
                   Llegó por correo.
                   Más o menos.
                   Henry se recordó de pie en el porche mirando al destartalado buzón, tratando de
                comprender lo que veía. Estaba rodeado de globos. Había dos atados al buzón
                donde el cartero solía dejar los paquetes. Los otros estaban atados al poste.
                Rojos, amarillos, azules, verdes. Era como si algún circo descabellado hubiera
                pasado sigilosamente por Witcham Street en lo más oscuro de la noche.
                   Al aproximarse al buzón, vio que los globos teman caras dibujadas: las caras de
                los niñatos que lo habían vuelto loco durante todo el verano, los que parecían
                burlarse de él a cada paso.
                   Miró fijamente esas apariciones, boquiabierto, y de pronto los globos estallaron,
                uno a uno. Eso le gustó; era como si estuviese reventándolos con el pensamiento,
                matándolos con la mente.
                   El buzón se abrió solo. Henry se acercó para mirar dentro. Aunque el cartero no
                pasaba hasta media tarde, no le sorprendió ver un paquete plano, rectangular. Lo
                sacó. "Sr. Henry Bowers, Unidad N.o 2, Derry, Maine." Y hasta tenía una especie
                de remitente: "Sr. Robert Gray, Derry, Maine."
                   Abrió el paquete dejando que el papel cayese junto a sus pies. Dentro había una
                caja blanca. La abrió. Y en un lecho de algodón blanco encontró la navaja. La llevó
                al interior de la casa.
                   Su padre yacía en su jergón en la habitación que ambos compartían, rodeado de
                latas de cerveza vacías, con el vientre abultado por encima de sus calzoncillos
                amarillentos. Henry se arrodilló a su lado y escuchó los ronquidos y soplidos de su
                respiración, observando el modo en que sus labios se abultaban y ahuecaban a
                cada aliento.
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