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--Aquel día yo no quería dejarte allí, Belch -dijo-. Es decir... por si... lo pensaste.
Otra vez aquel alarido de tendones secos. Belch mirándolo con ese ojo hundido
y sus labios estirados en una sonrisa macabra, descubriendo las encías negras y
agrisadas donde estaba brotando todo un jardín de musgo.
"¿Qué clase de sonrisa es ésa? -se preguntó Henry mientras el coche
ronroneaba por Main Street, pasando junto al bar de Nan por un lado y al cine
Aladdin por el otro-. ¿Es una sonrisa de perdón? ¿De viejos amigos? ¿O es el tipo
de sonrisa que dice: Te la voy a dar, Henry, me vas a pagar el abandono en que
nos dejaste a mí y a Vic? ¿Qué clase de sonrisa es?"
--Tienes que comprender cómo eran las cosas -dijo Henry. Y se interrumpió.
¿Cómo habían sido las cosas? Todo estaba confuso en su mente, como los
fragmentos de rompecabezas que arrojaban sobre las mesas en esos malditos
salones de recreo de Juniper Hill. ¿Cómo habían sido las cosas, exactamente?
Ellos habían seguido al gordo y a la putilla hasta Kansas; esperaron entre los
matorrales mientras ellos trepaban hasta lo alto. Si hubiesen desaparecido de la
vista, él, Victor y Belch habrían abandonado el escondite para ir tras ellos; dos
eran mejor que nada y el resto llegaría a su debido tiempo.
Pero ellos no desaparecieron. Se recostaron contra la cerca, conversando,
mientras vigilaban la calle. De vez en cuando echaban un vistazo al terraplén, pero
Henry mantenía a sus muchachos fuera de la vista.
Recordó que el cielo se había encapotado; las nubes llegaban desde el este; el
aire se estaba espesando. Esa tarde llovería.
Y después ¿qué pasó? ¿Qué...?
Una mano huesuda, callosa, le ciñó el brazo. Henry dejó escapar un grito. Se
había estado dejando llevar otra vez hacia esos algodones grises, pero el horrible
contacto de Belch y la daga de dolor en su estómago, provocada por un grito, lo
hicieron reaccionar. Miró a su lado. La cara de Belch estaba a menos de cinco
centímetros de la suya. Aspiró hondo e inmediatamente se arrepintió de haberlo
hecho: el viejo Belch estaba pasado, por cierto. Henry volvió a pensar en tomates
que se pudrían silenciosamente en un cobertizo. Se le revolvió el estómago.
De pronto recordó el fin: el fin de Belch y Vic, por lo menos. Algo había salido de
la oscuridad, cuando estaban en una excavación que tenía una reja arriba,
preguntándose por dónde continuar. "Eso"... Henry no había podido decir qué era.
Hasta que Victor gritó:
--¡Frankenstein! ¡Es Frankenstein!
Y así era; allí estaba el monstruo Frankenstein, con tornillos en el cuello y una
profunda cicatriz suturada a lo ancho de la frente, caminando con zapatos que
parecían cubos.
--¡Frankenstein! -gritaba Vic-. ¡Fran...!
Y en ese momento su cabeza desapareció. La cabeza de Vic voló por aquella
excavación hasta golpear la piedra del otro lado, con un golpe seco. Los ojos
amarillos y acuosos del monstruo se habían fijado en Henry, que quedó
petrificado. Se le aflojó la vejiga y sintió que un líquido caliente le corría por las
piernas.
El monstruo avanzó hacia él y Belch... Belch había...
--Mira, ya sé que salí corriendo -dijo Henry-. Hice mal, pero... pero...
Belch se limitaba a mirarlo.