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(Nota: a los lados del saludo aparecen dibujados dos globos con una cara
sonriente dentro de ellos)
Debajo de eso, escrito en letras de imprenta:
Bill Denbrough 311
Ben Hanscom 404
Eddie Kaspbrak 609
Beverly Marsh 518
Richie Tolzier 217
Los números de sus habitaciones. Eso era muy útil. Ahorraba tiempo.
--Gracias, Be...
Pero Belch había desaparecido. El asiento del conductor estaba vacío. Sólo
quedaba la gorra de béisbol con incrustaciones de musgo en la visera. Y una
materia viscosa en el pomo de la palanca de cambios.
Henry miró fijo, con el corazón latiéndole dolorosamente en la garganta... y creyó
oír algo que se movía en el asiento trasero. Bajó a toda prisa y estuvo a punto de
caer al suelo. Al retirarse, cuidó de pasar bien lejos del Fury.
Le costaba caminar; cada paso le tiraba del vientre. Pero llegó a la acera y allí
se quedó contemplando ese edificio de ocho pisos que, junto con la biblioteca, el
Aladdin y el seminario, era uno de los pocos que recordaba con claridad. Casi
todas las luces de los pisos superiores estaban apagadas, pero los globos de
vidrio escarchado que flanqueaban la entrada principal lanzaban un suave fulgor
en la oscuridad rodeados de un halo de humedad por la niebla baja.
Henry avanzó trabajosamente entre ellos abriendo una de las puertas con un
golpe de hombro.
En el vestíbulo reinaba el silencio de la madrugada. Cubría el suelo una
alfombra turca, ya descolorida. El cielo raso era un inmenso mural ejecutado en
paneles rectangulares que mostraba escenas de los tiempos de los pioneros.
Había sofás muy mullidos, sillones y una gran estufa de leña, apagada y
silenciosa, con un tronco de abedul sobre la parrilla. Era un tronco de verdad; allí
no había gas porque la chimenea del Town House no era sólo un detalle del
decorado. Asomaban plantas de los tiestos planos. Las puertas dobles de vidrio
que daban al bar y al restaurante estaban cerradas. En algún despacho había un
televisor encendido con el volumen bajo.
Avanzó a pasos torpes por el vestíbulo. Tenía sangre en los pantalones y en la
camisa, sangre acumulada en los pliegues de sus manos, sangre en las mejillas y
en la frente, como pintura de guerra. Los ojos parecían a punto de saltar de sus
órbitas. Cualquiera que lo hubiese visto habría huido a toda carrera entre gritos de
espanto. Pero no había nadie.
Las puertas del ascensor se abrieron en cuanto él pulsó el botón "subir". Miró el
papel que tenía en la mano y los botones del tablero. Tras un momento de
deliberación, oprimió el seis y las puertas se cerraron. Hubo un leve zumbido de
maquinaria y el aparato empezó a subir.
"Será mejor que empiece por arriba y vaya bajando."