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--Lo siento -susurró Henry, para expresar que él también había sufrido lo suyo.
Sonaba flojo. Era como decir: "Sí, ya sé que a ti te mataron, Belch, pero yo me
clavé una espina bajo la uña." Es que había sido espantoso, de veras, vagar en
ese mundo de hedionda oscuridad por horas enteras. Recordó que, al final, había
empezado a gritar. En cierto momento se había caído -una caída larga,
vertiginosa, en la que tuvo tiempo de pensar: "Dentro de un minuto habré muerto y
esto se habrá acabado", pero de pronto estuvo en una corriente de agua rápida.
Bajo el canal, probablemente. Había salido a la luz del sol, ya escasa y avanzado
con trabajo hasta la orilla, para salir del Kenduskeag a menos de cincuenta metros
del sitio donde se ahogaría Adrian Mellon, veintiséis años después. Resbaló, cayó,
se golpeó la cabeza y quedó desmayado. Al despertar ya había oscurecido. De
algún modo se las ingenió para encontrar el camino hasta la carretera 2 donde
hizo autostop para volver a su casa. Y allí lo había estado esperando la policía.
Pero ésos eran otros tiempos y esto era el presente. Belch se había puesto
delante de Frankenstein, que le arrancó el lado izquierdo de la cara hasta el
cráneo; hasta allí había visto Henry, antes de huir. Pero allí estaba Belch, en ese
momento, y le señalaba algo.
Estaban detenidos frente al hotel Town House y de pronto Henry lo comprendió:
el Town House era el único hotel de verdad que quedaba en Derry. En 1958
estaba también el Eastern Star al final de Exchange Street y el Descanso del
Viajero, en Torrault Street. Ambos habían desaparecido en la renovación urbana
(Henry estaba bien enterado de eso, porque leía el "Derry News" todos los días en
Juniper Hill). Sólo quedaba el Town House y unos cuantos moteles junto a la
interestatal.
"Allí deben estar ellos -se dijo-. Justo allí. Los que quedan. Durmiendo, soñando
con ciruelas confitadas... o con cloacas, tal vez. Y yo me voy a encargar de ellos.
Uno por uno."
Tomó otra vez la botella de Texas Driver y ahogó un resoplido. Sentía que la
sangre volvía a caerle en el regazo y que el asiento estaba pegajoso debajo de él.
Pero el alcohol mejoró las cosas; con el alcohol parecía que no importaba. Le
habría sentado bien un buen whisky, pero mejor esa porquería que nada.
--Mira -dijo a Belch-, discúlpame por haber huido. No sé qué me pasó. Por
favor... no te enfades.
Belch habló por primera y última vez, pero su voz no era la suya. La voz que
surgió de su boca podrida era grave y poderosa. Daba terror. Henry gimió al oírla.
Era la voz de la luna, la voz del payaso, la voz que había oído en sus sueños de
desagües y cloacas donde el agua corría y corría.
--Cállate y mátalos -dijo la voz.
--Claro -gimió Henry-, si es lo que quiero hacer. No hay problema...
Dejó la botella en la guantera. Su cuello emitió un repiqueteo, como si tuviera
dientes y entonces Henry vio un papel en el sitio de la botella. Lo sacó y lo
desplegó dejando huellas sanguinolentas en los bordes. En la parte superior se
veía este logotipo, en intenso color escarlata:
¡Hola soy Pennywise!