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9. Henry consigue coche: 2.30.
pulsó el botón cromado. La hoja salió bruscamente. La contempló, soñador, a la
luz de la luna. Le gustaba el brillo de las estrellas en la hoja. No tenía idea de la
hora porque la realidad iba y venía.
Un ruido irrumpió en su conciencia y comenzó a crecer. Era un motor de
automóvil. Se acercaba. Los ojos de Henry se ensancharon en la oscuridad.
Apretó la navaja con más fuerza esperando a que el coche pasara.
No fue así. Se detuvo junto a la acera tras el seto del seminario, con el motor en
marcha. Henry hizo una mueca (el vientre se le estaba poniendo duro como una
tabla; la sangre que manaba lentamente entre sus dedos tenía la consistencia de
la savia de arce) y se puso de rodillas para espiar por entre las ramas del seto. Vio
los faros delanteros y la silueta de un coche. ¿Policía? Su mano apretó la navaja y
se aflojó, apretó y aflojó.
"Te envié un coche, Henry -susurró la voz-. Una especie de taxi. Después de
todo, tienes que llegar pronto al Town House. La noche avanza."
La voz emitió una de sus carcajadas sordas y guardó silencio. Los únicos ruidos
eran el canto de los grillos y el rumor regular del coche en marcha.
Se levantó torpemente y volvió al camino del seminario para echar una mirada al
coche. No era de la Policía; no llevaba luces en el techo y la forma no
correspondía. La forma era... antigua.
Henry volvió a oír esa risita... o tal vez era sólo el viento.
Emergió de la sombra del seto, se arrastró bajo la cadena y volvió a
incorporarse. Caminó hacia el coche, que existía en un mundo blanco y negro,
como una instantánea Polaroid, de claro de luna e impenetrables sombras. Henry
era un desastre: tenía la camisa negra de sangre y los vaqueros empapados hasta
las rodillas. Su cara era una mancha blanca bajo el corte de pelo militar.
Llegó a la intersección del camino y la acera y echó un vistazo al coche tratando
de discernir qué era ese bulto tras el volante. Pero fue el coche lo que reconoció
primero: era el que su padre había jurado poseer algún día, un Plymouth Fury
1958, rojo y blanco. Henry sabía, por haberlo oído decir a su padre muchas veces,
que el motor era un V-8 327, de 255 caballos de fuerza, capaz de alcanzar los cien
kilómetros por hora en sólo nueve segundos. "Voy a tener un coche como ése y
cuando muera pueden enterrarme con él", había dicho Butch, muchas veces.
Claro que nunca tuvo el coche y el estado se hizo cargo de su entierro después de
que Henry fuera llevado al manicomio, delirando y aullando que veía monstruos.
"Si el que está adentro es él no creo poder soportarlo", pensó Henry, apretando
la navaja, mientras se balanceaba para poder ver el bulto tras el volante.
Entonces se abrió la puerta del pasajero, se encendió la luz interior y el
conductor se volvió a mirarlo. Era Belch Huggins. Su cara era una ruina colgante.
Le faltaba un ojo y tenía un agujero de podredumbre en la mejilla reseca por
donde se le veían los dientes ennegrecidos. Sobre la cabeza llevaba la gorra de
béisbol que tenía puesta el día de su muerte. Estaba vuelta hacia atrás, con la
visera cubierta de moho verde.
--¡Belch! -exclamó Henry.
El dolor le corrió hacia arriba desde el vientre haciéndole gritar otra vez sin
palabras.