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que, a fuerza de abundar los finales felices, es preciso poner en duda la
                racionalidad de quien no cree que Dios exista.
                   Te vas rápidamente cuando el sol empieza a descender, piensa en este sueño.
                Eso es lo que haces. Y si te permites un último pensamiento, tal vez piensas en
                fantasmas... en los fantasmas de unos niños formados en círculo, de pie en el
                agua al atardecer, cogidos de la mano, jóvenes las caras, sí, pero recias... tan
                recias que pueden dar vida a las personas en que se han de convertir, tan recias
                que comprenden, quizá, que aquellas personas en las cuales se han de convertir
                deben necesariamente dar vida a las personas que fueron. El círculo se cierra y la
                rueda gira, y a eso se reduce todo.
                   No hace falta mirar atrás para ver a esos niños; una parte de tu mente los verá
                siempre, vivirá con ellos para siempre, amará con ellos para siempre. No son,
                necesariamente, la mejor parte de ti, pero alguna vez fueron el depósito de todo lo
                que podías llegara ser.
                   Os quiero, niños. Cuánto os quiero.
                   Por eso: aléjate pronto, aléjate pronto, mientras la última luz se escurre, pon
                distancia entre tú y Derry, entre tú y los recuerdos, pero no entre tú y el deseo.
                Eso queda: el reluciente camafeo de todo lo que fuimos y creímos cuando niños,
                de todo cuanto brillaba en nuestros ojos, aún cuando estábamos perdidos y el
                viento soplaba en la noche.
                   Pon distancia y trata de mantener la sonrisa. Sintoniza un rock and roll en la
                radio y ve hacia toda la vida que existe con todo el valor que puedas reunir y toda
                la fe que logres invocar. Sé leal, sé valiente, aguanta.
                   El resto es oscuridad.



                   7.

                   --¡Eh!
                   --¡Eh, señor, cuidado...!
                   --¡Apártate!
                   --Ese idiota se va a...
                   Las palabras pasaron llevadas por el viento, carentes de significado, como
                estandartes sueltos en la brisa o globos sin atadura. Allí estaban ya las barreras;
                Bill percibió el olor a queroseno de las señales. Vio un oscuro bostezo allí donde
                había estado la calle; oyó el agua malhumorada que corría abajo, en la enredada
                penumbra, y el ruido le hizo reír.
                   Desvió a "Silver" hacia la izquierda, tan cerca de las barreras que la pernera de
                sus vaqueros llegó a rozar una de ellas. Las ruedas de "Silver" estaban a menos
                de ocho centímetros del espacio vacío en que terminaba el alquitrán y se estaba
                quedando sin espacio para maniobrar. Más allá, el agua había erosionado toda la
                calzada y la mitad de la acera frente a la joyería de Cash. Lo poco que restaba de
                la acera estaba cerrado por vallas.
                   --¿Bill? -Era la voz de Audra, aturdida, algo gangosa, como si acabara de
                despertar de un sueño profundo-. ¿Dónde estamos, Bill? ¿Qué estás haciendo?
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