Page 216 - La sangre manda
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—Te quiero, mamá —dice Holly, y corta la comunicación.

                    ¿Eso es verdad? Sí. Es la simpatía lo que se perdió, y el amor sin simpatía
               es como una cadena con un grillete en cada extremo. ¿Podría ella romper esa
               cadena?  ¿Arrancarse  a  golpes  el  grillete?  Tal  vez.  Ha  analizado  esa
               posibilidad con Allie Winters muchas veces, sobre todo después de que su

               madre le dijera —con  orgullo— que ella  y el tío  Henry votarían a  Donald
               Trump  (uf).  ¿Lo  hará?  Ahora  no,  quizá  nunca.  En  la  infancia,  Charlotte
               Gibney enseñó a su hija —pacientemente, acaso incluso con buena intención
               — que era desconsiderada, desvalida, desafortunada, descuidada. Que era un

               desastre. Holly creyó que así era hasta que conoció a Bill Hodges, quien le
               enseñó que era una persona valiosa. Ahora posee una vida, y las más de las
               veces una vida feliz. Si rompiera con su madre, sería un paso atrás.
                    No  quiero  ser  un  desastre,  piensa  Holly  al  sentarse  en  la  cama  de  su

               habitación del Embassy Suites. Eso ya lo he sido. Ya lo he hecho.
                    —En eso tengo experiencia —añade.
                    Coge una Coca-Cola de la nevera (al diablo la cafeína). Después abre la
               aplicación de grabación de su teléfono y prosigue el informe para Ralph desde

               donde lo dejó. Como rezar a un Dios en el que no cree del todo, le despeja la
               cabeza y, para cuando termina, sabe qué va a hacer a continuación.





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               Del informe de Holly Gibney para el inspector Ralph Anderson:
                    De  aquí  en  adelante,  Ralph,  intentaré  reproducir  textualmente  mi
               conversación  con  Dan  y  Brad  Bell  ahora  que  aún  la  tengo  fresca  en  la

               memoria. No será del todo precisa, pero se acercará. Debería haberla grabado,
               pero no se me ocurrió. Todavía tengo mucho que aprender sobre este oficio.
               Espero tener la oportunidad de hacerlo.
                    Me he dado cuenta de que el señor Bell —el viejo señor Bell— quería
               seguir  hablando,  pero  en  cuanto  se  le  ha  pasado  el  efecto  de  esa  pizca  de

               whisky,  ya  no  podía.  Ha  dicho  que  necesitaba  acostarse  y  descansar.  Lo
               último  que  ha  pedido  a  Brad  tenía  algo  que  ver  con  unas  grabaciones  de
               sonido. Eso al principio no lo he entendido. Ahora ya lo entiendo.

                    Su nieto lo ha llevado al dormitorio, aunque antes me ha dado su iPad y
               ha  abierto  para  mí  una  sucesión  de  fotos.  En  su  ausencia,  las  he  mirado  y
               remirado.  Cuando  Brad  ha  vuelto,  aún  estaba  mirándolas.  Diecisiete  fotos,
               procedentes todas de vídeos colgados en internet, todas de Chet Ondowsky en
               sus distintas



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