Page 256 - Abrázame Fuerte
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merece que la quieran.
        —Claro que te quiero, pero necesito estar solo —responde, sin dejar de mirar
      el dibujo. La verdad es que ha soltado la frase de un modo un poco brusco.
        Bea encaja el comentario con un grave silencio. No añade nada más, ni se
      molesta  en  responderle  ni  en  despedirse.  Recoge  las  cosas  y  se  va.  La
      desconfianza  invade  todo  su  cuerpo.  Si  Sergio  le  dice  que  la  quiere  es  que  la
      quiere,  ¿no?  Bea  tiene  miedo.  Miedo  de  confiar  otra  vez  y  que  le  rompan  el
      corazón. Decide no volver a llamar a Sergio. Ya lo hará él si de verdad la quiere.
      Necesita una prueba de amor y, si ella no deja de perseguirlo, éste no se la puede
      dar. Una vez en casa, hace lo que le funciona cuando necesita serenarse: se pone
      su chándal rosa preferido y sale a correr un buen rato.
      Desde entonces, ni ella ni Sergio han vuelto a hablar de lo sucedido. Tampoco se
      lo han aireado a nadie. A veces los problemas de pareja no se van contando por
      ahí,  porque  no  es  agradable  reconocer  que  la  historia  de  amor  ideal  que  tus
      amigos creen que vives no es tan perfecta como ellos piensan. Ha pasado algo de
      tiempo, y no se han vuelto a llamar. Ninguno de los dos ha dado el paso para
      contactar con el otro.
        Por eso Sergio ha decidido seguir adelante con la fiesta de cumpleaños de
      Bea: prepararle esa sorpresa es su manera de intentar hacer las paces. Pero las
      buenas  intenciones  no  siempre  desembocan  en  finales  felices…,  sobre  todo,
      cuando hay terceras personas implicadas.
      Las ocho de la tarde
      Ya ha oscurecido y el bar está en pleno apogeo. El Piccolino parece el Club un
      sábado por la noche. Del pica-pica sólo quedan los platos vacíos. El padre de Bea
      compra unas veinte pizzas familiares para todo el mundo. La homenajeada se
      muere de vergüenza cuando ve a su padre entrar con dos motoristas vestidos de
      rojo.
        —¡Chicos, a comer! Invitamos Bea y yo, ¡que soy su padre!
        Todo el mundo aplaude la acción del hombre, aunque siempre hay el típico
      graciosillo que se pitorrea. Claro que, en ese caso, es comprensible: después de
      invitar  a  todos  a  pizza,  el  padre  de  Bea  se  ha  lanzado  a  bailar  de  manera
      desaforada como si fuese un joven más.
        —Tu padre es la monda… —le dice Miguel a su amiga, que se tapa los ojos
      con las manos.
        —Ni que lo digas —responde ésta, muerta de vergüenza.
        Antes de que decida interrumpir el baile de su padre para evitar que sea el
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