Page 40 - Abrázame Fuerte
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—¡Es el chico con el que me crucé en la portería! ¡El que lloraba!
—Un hombre sensible… —murmura Estela.
—Shhhh —susurra Bea—. ¡Nos va a oír! ¡Hablad más bajito!
—¡Claro! Es el hijo de la nueva vecina… —recuerda Silvia—. Mi madre me
contó la historia. Por lo visto, el padre murió y se vinieron los dos a vivir aquí,
para superarlo y eso. El otro día me tropecé con él en el portal.
—Y ¿de qué murió el padre? —pregunta Estela muy seria.
—Ni idea —responde Silvia, sin dejar de mirar por la ventana—. Pero el otro
día parecía muy afectado.
—¿No te lo ha contado tu madre?
—No.
—¿Seguro? —persiste Estela.
—Que noooo —asegura Silvia, harta de la insistencia de su amiga.
—¿Y si lo buscamos en Facebook? Sabrás cómo se llama, ¿no?
—Creo que se llama Marcos.
—¡Bravo! Sólo hay unos mil millones de Marcos en la red —replica Estela,
con su ironía habitual.
—¿Le pregunto a mi madre? ¡Mamaaa! —grita Silvia.
—Espera, loca —le dice Bea entre risas, tapándole la boca—. Primero
miremos el buzón.
—¡Claro! ¡El buzón, el buzón! —exclama Estela, animada.
En ese momento, se abre la puerta y aparece la madre de Silvia.
—Dime, hija.
—Nada, mami, nada. Perdona. —Sonríe inocente a su madre, que pone los
ojos en blanco y cierra la puerta tras de sí—. ¡Ya te avisaremos para bailar!
Silvia les guiña el ojo a las chicas. Sigilosa y lentamente, abre la puerta de la
habitación.
—No hay moros en la costa. —Les sonríe a sus amigas. Entonces, al
disponerse a salir del cuarto, le guiña un ojo a Bea y le dice—: Has tenido una
gran idea.
—Déjame a mí. Voy yo, que soy más rápida —le sonríe ésta, antes de salir
corriendo.
Todas escuchan cómo la Princess más deportista abre la puerta de la casa y
baja la escalera a toda pastilla. En el edificio hay un ascensor, pero a Bea le
encanta hacer ejercicio. Siempre que puede, sube y baja la escalera a pie, y esta
ocasión no podía ser menos. El resto aprovecha para seguir observando al chico;
sigue tan concentrado en la música que no se percata de que hay tres chicas
observándolo.
—Es un poco raro, ¿verdad? —pregunta Estela.
—¿Y por qué crees que lloraba el otro día, Silvia? —dice Ana.
—No lo sé, pero ahora me siento superculpable. Está claro que tendré que