Page 32 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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sentaban  precedentes  de  alto  alcance  filosófico  y  científico,  con­
     clusión  retomada  más  tarde  por  otras  culturas.
        La  atmósfera, también  agua  en  definitiva,  que  separaba  el  cielo
     de  la  tierra,  contaba  con  determinados  elementos  divinos: la luna,
     el  sol  y  las  estrellas, componentes  necesarios  para  la  posibilidad  de
     una perfecta  organización  cósmica y para  el  mejor desarrollo  cien­
     tífico  del  hombre.
        El  universo  y  su  organización,  dada  su  magnitud  y  escala  cós­
     mica,  fue  creado  y  puesto  en  funcionamiento  gracias  a  la  acción
     de  seres  superiores,  de  dioses,  imaginados  por  los  hombres  como
     entes  antropomorfos  y  con  ribetes  anímicos  cercanos  a  los  de  los
     simples  mortales. Aquellos  seres  superiores,  en  número  indetermi­
     nado  y  estructurados  en  tríadas y  en  pirámides  categóricas, estaban
     por  naturaleza  y  origen  distanciados  del  hombre  y  del  resto  de  lo
     creado.  El  número  ilimitado  de  seres  divinos  venía  exigido  por  la
     necesidad  de  hacer  frente  a  la  complejidad  física  y  espiritual  del
     mundo  y  de  sus  habitantes.
        La  correcta  armonía  del  mundo  precisaba  de  unas  reglas  estric­
     tas  que  debían  ser respetadas por dioses y hombres, reglas  que bajo
     el  nombre  sumerio  de  me  funcionarían  para  siempre  sin  deterioro
     de  ningún  tipo.  Sin  embargo, el  resquicio  mínimo  que  se  observa
     en  el  comportamiento  del  hombre  y  aun  de  los  dioses  (se  cono­
     cen  protestas  de  dioses  contra  las  grandes  divinidades)  alteraron las
     normas  cósmicas,  lo  que  fue  considerado  argumento  por  los  dio­
     ses  superiores  para  intentar  llevar  a  cabo  la  destrucción  de  dioses
     rebeldes, hombres  e  incluso  de  lo  creado, cuyo  reflejo  más  directo
     se plasmó en forma de leyendas diluviales. Sería, sin embargo, la pro­
     pia  divinidad,  Enki  o  Ea,  la  salvadora  en  última  instancia  de  los
     hombres,  de  los  cuales,  en  realidad, no  se  podía  prescindir  por  ser
     la  mano  de  obra  barata  de  los  dioses.
        El hombre, que no podía disfrutar de la prerrogativa de la inmor­
     talidad,  reservada  en  exclusiva  a  los  dioses,  sintió  a  lo  largo  de  su
     existencia  una  constante  desazón,  a  la  que  supo  hacer  frente  bus­
     cando la  eterna fama del nombre y del buen comportamiento  per­
     sonal;  supo  resignarse  a  su  destino  prosaico  y  realista:  sólo  podía
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