Page 556 - El nuevo zar
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un propósito milenario para el poder que detentaba, un propósito que moldeó
               a  su  país  más  que  ningún  líder  hasta  entonces  en  el  siglo  XXI.  No  había
               restituido ni la Unión Soviética ni el imperio zarista, sino una nueva Rusia

               con las características y los instintos de ambos, con él como secretario general
               y soberano, siendo él tan indispensable como el país en sí excepcional. «Sin
               Putin, no hay Rusia.» Había unificado al país detrás del único líder que todos

               ahora podían imaginar porque, como en 2008 y 2012, no estaba dispuesto a
               dejar que emergiera ninguna otra alternativa.

                    Cuando Putin «desapareció» del ojo público durante diez días en marzo de

               2015,  la  élite  política  pareció  aprisionada  por  la  parálisis;  los  medios  se
               llenaron  de  especulaciones  afiebradas.  ¿Estaba  enfermo  Putin?  ¿Había  un
               golpe?  ¿Estaba  envuelto  una  lucha  de  poder  interna  por  el  crimen  de

               Nemtsov, cuyos asesinos fueron rastreados hasta la Chechenia que él había
               mantenido  en  la  órbita  de  Rusia  bajo  Ramzán  Kadírov?  Hubo  renovados
               rumores  de  que  había  vuelto  a  ser  padre  con  Alina  Kabáieva,  quien  para

               entonces había renunciado a su escaño en la Duma y se había unido al Grupo
               Nacional de Medios, controlado por Bank Rosiya y el viejo amigo de Putin,
               Yuri Kovalchuk. Otros sostuvieron que simplemente estaba sometiéndose a

               una  serie  de  tratamientos  médicos  por  un  dolor  de  espalda  o  a  una  cirugía
               estética.  Sea  cual  fuere  la  explicación,  su  ausencia  breve  y,  en  última
               instancia,  intrascendente  de  la  mirada  pública  probó  que  solo  él

               proporcionaba  la  estabilidad  que  mantenía  en  su  sitio  a  ese  sistema
               cleptocrático e ingente, y en equilibrio estable a las facciones de su élite.

                    El dominio de Putin no era ahora más permanente de lo que había sido

               inevitable.  No  obstante,  parecía  inexorable.  Putin  no  se  enfrentaba  a  un
               desafío obvio a su poder antes de las elecciones presidenciales programadas
               para 2018. Por ley, podía seguir ejerciendo durante seis años más después de

               eso. Cuando dejara el cargo —si lo dejaba— en 2024, no tendría ni setenta y
               dos años. Brézhnev había muerto en funciones a los setenta y cinco; Stalin, a
               los setenta y cuatro. Tal vez entonces le entregara el poder a un nuevo líder,

               otra vez a Medvédev, quizás, o a otro miembro del círculo interno. En última
               instancia, dependería de él. El destino de Rusia ahora se entrelazaba con el
               suyo  propio,  corriendo  hacia  delante  como  la  troika  de  Almas muertas,  de

               Gógol, hacia un destino desconocido. Probablemente ni siquiera Putin supiera
               adónde,  excepto  hacia  delante,  impetuoso,  impenitente,  imperturbable.  «El
               aire estalla, en añicos, y se hace viento —escribió Gógol de la troika—.[28]
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