Page 552 - El nuevo zar
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Otros se quedaron, luchando una batalla cada vez más solitaria contra
Putin y las fuerzas del nacionalismo que él había desatado. Alekséi Navalni,
tras ser arrestado mientras se manifestaba contra los veredictos por los casos
Bolotnaia al cierre de los Juegos Olímpicos de Sochi, pasó la mayor parte de
2014 bajo arresto domiciliario, confinado en su pequeño apartamento de un
edificio de la era soviética en el sur de Moscú. El único líder de la oposición
que había emergido de las bases de la sociedad —un líder que no estaba
comprometido con el Kremlin y era lo bastante carismático como para ganar
seguidores independientes de su influencia— no tuvo permiso durante meses
para reunirse con nadie excepto sus parientes ni para usar internet, el medio
que había utilizado tan eficazmente para volverse una amenaza para el
sistema de Putin. Con la descarada instalación de equipo de vigilancia en todo
su apartamento, pasaba sus días jugando a Grand Theft Auto, lo que
únicamente interrumpía para asistir a las audiencias del juzgado, acompañado
por una escolta policial. Como los fiscales abrían nuevas causas —incluida
una que tenía que ver con un póster callejero «robado» como obsequio y otra
que enviaría a su hermano Oleg a prisión—, sus apariciones en los tribunales
se volvieron cada vez más regulares. La sombra del Kremlin se erguía sobre
él como sobre los disidentes en el pasado.
«¿Qué hemos ganado? —dijo dentro de su piso a finales de 2014, cuando
las condiciones de su arresto se suavizaron un poco, cavilando sobre la
anexión de Crimea por Putin y la demonización internacional que siguió a
este hecho—. Ahora, literalmente, no le gustamos a nadie», dijo. Incluso
Ucrania, un aliado natural, ahora odiaba a Rusia y acaso también a los rusos.
La guerra eclipsó el trabajo de la campaña anticorrupción de Navalni, que
continuó exponiendo los vínculos neofeudales entre el poder y el dinero. Se
convirtió en una guerra contra todo lo occidental, incluidos aquellos que
abogaban por una mayor apertura política y transparencia. Atravesaba la
sociedad, incluso los informativos del tiempo nocturno que Navalni veía en la
televisión, que comenzaron a advertir que la situación en Ucrania oriental se
estaba «caldeando». Putin había sumergido al país en «una guerra perpetua»
y, por lo tanto, «una movilización perpetua», dijo Navalni. Putin reunía al país
detrás de un destino manifiesto que antes había perdido, sin cuidado por los
costes en la posición internacional. Y, sin embargo, cuanto más desastrosas
eran las decisiones de Putin, más poderoso se volvía. Con el país en guerra, su
postura pareció incluso más irrefutable. Era una contradicción que Navalni,