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Todos estos altos funcionarios consti-tuían el estamento noble (pipiltin) perteneciente a la vieja
aristocracia tribal y ocu-paban la parte superior de la pirámide social, expresión de una sociedad
jerarquizada y organizada en función del ran-go y del poder que ejercían determinados grupos y
personas. También se fueron in-corporando al conjunto de la nobleza los cuauh pipiltin (nobles
águilas), cuyo ascenso se debía a méritos individuales, en especial en el campo de batalla. Todos
ellos gozaban de privilegios. Se les daba preferencia en la adjudicación de cargos públicos; no
pagaban tributo; podían poseer predios privadamente; estaban su-jetos a sus propios tribunales;
les estaba reservado el uso de algunas prendas de vestir y sus hijos se educaban en escuelas
especiales que se hallaban en los templos.
Pero no eran los nobles los únicos que en esta sociedad gozaban de privilegios. Los sacerdotes
también gozaban de ellos. El estrato social intermedio estaba integrado por el extenso grupo de los
arte-sanos. El grueso de la población estaba inte-grado por los macehualtin (merecidos), que se
agrupaban en grupos mayores en función de lazos de parentesco, reales o rituales, y que recibían el
nombre de calpullis. La organización interna del calpulli era equivalente a la del ayllu andino (incas).
Sus miembros trabajaban la tierra colec-tivamente, pero además compartían actividades tales como
combatir juntos y adorar a dioses particulares. Descendiendo en la pirámide social se encontraban
los braceros (mayeque), trabajadores rurales, y, en la base de la so-ciedad se hallaban los esclavos.
Principal referente político y social de la
civilización azteca, el “tlatoani” o
emperador presidía la estructura de la
sociedad. Lo asistía un Gran Consejo
conformado por los representantes de
cada calpulli, que, entre otras funciones
elegía un consejo de cuatro miembros
que nombraba al emperador, jefe
nominal de los aztecas de por vida.
Cuando fallecía el emperador, era electo
su reemplazante y de inmediato un
nuevo Gran Consejo. Por derecho de su
investidura, el jefe electo era quien
vestía las mejores prendas y su hogar era
una suerte de palacio tan amplio como
lujoso. Sus viajes a las diferentes
ciudades de la confederación azteca eran
un auténtico acontecimiento y motivo de la movilización de cientos de personas destinadas a su
servicio y seguridad.
El emperador azteca era mucho más que una cabeza de Estado. En términos simbólicos, era el único
ser que podía mediar entre los seres humanos y las divinidades, y como tal era considerado el primer
sacerdote del imperio. En tal calidad, presidía ceremonias y determinaba adivinaciones y
predicciones. Todos le debían respeto absoluto y las diferentes jerarquías de nobles, funcionarios y
sacerdotes debían guardar estrictas normas formales para dirigirse a su persona.