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La necesidad de fortalecer el poder de la dinastía reinante obligaba a los emperadores a trasladarse
a las principales ciudades, donde ofrendaba sacrificios a los dioses y presidía ceremonias religiosas.
El traslado del emperador significaba la movilización de cientos de individuos, entre una nutrida
delegación cortesana, funcionarios, concubinas y una escolta numerosísima. El toldo ceremonial
protegía al emperador de las inclemencias del clima. Estaba finamente bordado en oro y plata y
adornado con piedras. Predominaba el color verde, en honor del quetzal, el ave sagrada de los
aztecas. Los servidores que sostenían el toldo ceremonial debían dirigir su mirada al piso y por
ningún motivo observar al emperador. Si acaso así lo hacían, se tomaba como una irreverencia que
se pagaba con la sentencia de muerte.