Page 66 - El Hobbit
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era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y
luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo.
Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las
cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante,
rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba abajo en busca de cerillas,
topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los
trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían
descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.
Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo.
« Así que es una hoja de los elfos, también» , pensó, « y los trasgos no están muy
cerca, aunque tampoco bastante lejos» .
Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una
hoja forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado
tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran
impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso.
« ¿Volver?» , pensó. « No sirve de nada. ¿Ir por algún camino lateral?
¡Imposible! ¿Ir hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!» . Y se
incorporó y trotó llevando la Espada alzada frente a él, una mano en la pared y el
corazón palpitando.
Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho.
Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros
o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus
agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente
ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados
que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la
orientación bajo tierra, no cuando ya se han recobrado de un golpe en el cráneo.
También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se
recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo
de prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los hombres no ha oído
nunca o ha olvidado hace tiempo.
De cualquier modo, no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el
señor Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía
bajando, siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos
vueltas. Había pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber
por el brillo de la espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó
atención, pero apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras
imaginadas a medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y
adelante siguió, bajando y bajando; y todavía no se oía nada, excepto el zumbido
ocasional de un murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero