Page 62 - El Hobbit
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patearon.  Reconocieron  la  espada  al  momento.  En  otro  tiempo  había  dado
      muerte a cientos de trasgos, cuando los elfos rubios de Gondolin los cazaron en
      las colinas o combatieron al pie de las murallas. La habían denominado Orcrist,
      Hendedora de trasgos, pero los trasgos la llamaban simplemente Mordedora. La
      odiaban, y odiaban todavía más a cualquiera que la llevase.
        —¡Asesinos y amigos de los elfos! —gritó el Gran Trasgo—. ¡Acuchilladlos!
      ¡Golpeadlos! ¡Mordedlos! ¡Que les rechinen los dientes! ¡Llevadlos a agujeros
      oscuros repletos de víboras y que nunca vuelvan a ver la luz! —tenía tanta rabia
      que saltó del asiento y se lanzó con la boca abierta hacia Thorin.
        Justo en ese momento todas las luces de la caverna se apagaron, y la gran
      hoguera se convirtió, ¡puf!, en una torre de resplandeciente humo azul que subía
      hasta el techo, esparciendo penetrantes chispas blancas entre todos los trasgos.
        Los gritos y lamentos, gruñidos, farfulleos y chapurreos, aullidos, alaridos y
      maldiciones,  chillidos  y  graznidos  que  siguieron  entonces,  eran  indescriptibles.
      Varios cientos de gatos salvajes y lobos asados vivos, todos juntos y despacio, no
      hubieran  hecho  tanto  alboroto.  Las  chispas  ardían  abriendo  agujeros  en  los
      trasgos,  y  el  humo  que  ahora  caía  del  techo  oscurecía  tanto  el  aire,  que  ni
      siquiera ellos mismos podían ver. Pronto empezaron a caer unos sobre otros y a
      rodar en montones por el suelo, mordiendo, pateando y peleando, como si todos
      se hubieran vuelto locos.
        De repente una espada destelló con luz propia. Bilbo vio que atravesaba de
      lado a lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso a la vez. Cayó muerto, y
      los soldados trasgos, huyendo y gritando delante de la espada, desaparecieron en
      la oscuridad.
        La  espada  volvió  a  la  vaina.  —¡Seguidme  aprisa!  —dijo  una  voz  fiera  y
      queda. Y antes que Bilbo comprendiese lo que había ocurrido, estaba ya trotando
      de  nuevo,  tan  rápido  como  podía,  al  final  de  la  columna,  bajando  por  más
      pasadizos oscuros mientras los alaridos del salón de los trasgos quedaban atrás,
      cada vez más débiles. Una luz pálida los guiaba.
        —¡Más rápido, más rápido! —decía la voz—. Pronto volverán a encender las
      antorchas.
        —¡Espera un momento! —dijo Dori, que estaba detrás, al lado de Bilbo, y
      era un excelente compañero. Como mejor pudo, con las manos atadas, consiguió
      que el hobbit se le subiera a los hombros, y luego echaron todos a correr, con un
      tintineo  de  cadenas  y  más  de  un  tropezón,  ya  que  no  tenían  manos  para
      sostenerse. No se detuvieron por un largo rato, cuando ya estaban sin duda en el
      corazón mismo de la montaña.
        Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto, era Gandalf; pero en ese
      momento todos estaban demasiado ocupados para preguntar cómo había llegado
      allí. Volvió  a  sacar  la  espada, y  una  vez  más la  hoja  destelló  en  la oscuridad;
      ardía con una furia centelleante si había trasgos alrededor, y ahora brillaba como
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