Page 1002 - El Señor de los Anillos
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primera vez, y se dejó caer en el suelo del otro lado. Luego fue furtivamente a la
      salida  del  túnel  de  Ella-Laraña,  donde  aún  flotaban  los  andrajos  de  la  tela
      enorme, oscilando en el aire frío. Frío le pareció a Sam después de las tinieblas
      fétidas  que  acababa  de  dejar  atrás;  pero  lo  respiró  y  se  sintió  reanimado.
      Avanzando con cautela, salió al aire libre.
        Todo  alrededor  la  calma  era  ominosa.  La  luz  brillaba  apenas,  como  en  el
      crepúsculo de un día sombrío. Los grandes vapores que brotaban de Mordor y se
      alejaban en estelas hacia el oeste flotaban a baja altura, apenas por encima de la
      cabeza del hobbit, una marejada de nubes y humo iluminada de tanto en tanto
      desde abajo por un lúgubre resplandor rojizo.
        Sam alzó la cabeza hacia la torre, y en las ventanas estrechas vio de pronto
      unas luces que se asomaban, como pequeños ojos rojos. Se preguntó si se trataría
      de una señal. El miedo que les tenía a los orcos, olvidado por algún tiempo en la
      furia y la desesperación, volvió a él. No le quedaba en apariencia sino un solo
      camino:  seguir  adelante  y  tratar  de  descubrir  la  entrada  principal  de  la  torre
      terrible,  pero  las  rodillas  le  flaqueaban,  y  descubrió  que  estaba  temblando.
      Apartó la mirada de la torre y de los cuernos del desfiladero que se alzaban ante
      él, y obligó a los pies a que le obedecieran, y lentamente, aguzando los oídos,
      escudriñando las sombras negras de las rocas que flanqueaban el sendero, volvió
      sobre sus pasos, dejó atrás el sitio en que cayera Frodo, y donde aún persistía el
      hedor  de  Ella-Laraña,  y  continuó  subiendo  hasta  encontrarse  otra  vez  en  la
      misma  hendidura  donde  se  había  puesto  el  Anillo  y  de  donde  viera  pasar  la
      compañía de Shagrat.
        Allí se detuvo y se sentó. Por el momento no contaba con fuerzas para ir más
      lejos.  Sentía  que  una  vez  que  hubiera  dejado  atrás  la  cresta  del  desfiladero  y
      diera  un  paso  hollando  al  fin  el  suelo  mismo  de  Mordor,  ese  paso  sería
      irrevocable.  Nunca  más  podría  regresar.  Sin  ninguna  intención  precisa  sacó  el
      Anillo y se lo volvió a poner. Al instante sintió el peso abrumador de la carga, y
      otra vez, y ahora más poderoso y apremiante que nunca, la malicia del Ojo de
      Mordor,  escudriñando,  tratando  de  traspasar  las  sombras  que  él  mismo  había
      creado para defenderse, pero que ahora sólo le traían inquietud y dudas.
        Como la primera vez, Sam advirtió que el oído se le había agudizado, pero
      que  las  cosas  visibles  de  este  mundo  eran  vagas  y  borrosas.  Las  paredes  de
      piedra del sendero le parecían pálidas, como si las viera a través de una bruma,
      pero en cambio oía a lo lejos el desconsolado burbujeo de Ella-Laraña; y ásperos
      y  claros,  y  al  parecer  muy  próximos,  oyó  gritos  y  un  fragor  de  metales.  Se
      levantó  de  un  salto  y  se  aplastó  contra  el  muro  que  bordeaba  el  sendero.  Se
      alegró de tener puesto el Anillo, porque otra compañía de orcos se acercaba. O
      eso le pareció al principio. De pronto cayó en la cuenta de que no era así, que el
      oído lo había engañado: los gritos de los orcos provenían de la torre, cuyo cuerno
      más elevado se alzaba ahora en línea recta por encima de él, a la izquierda del
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