Page 1003 - El Señor de los Anillos
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desfiladero.
        Sam se estremeció y trató de obligarse a avanzar. Era evidente que allá arriba
      estaba ocurriendo algo diabólico. Tal vez los orcos, pese a todas las órdenes, se
      habían  dejado  llevar  por  la  crueldad  y  estaban  torturando  a  Frodo,  o  hasta
      cortándolo en pedazos, como salvajes que eran. Escuchó, y un rayo de esperanza
      llegó a él. No cabía ninguna duda: había lucha en la torre, los orcos estaban en
      guerra unos contra otros, la rivalidad entre Shagrat y Gorbag había llegado a los
      golpes.  Por  débil  que  fuera,  la  esperanza  de  esta  conjetura  bastó  para
      reconfortarlo. Quizás había aún una posibilidad. El amor que sentía por Frodo se
      alzó por encima de todos los otros pensamientos, y olvidando el peligro gritó con
      voz fuerte:
        —¡Ya voy, señor Frodo!
        Corrió por el sendero ascendente y pasó la cresta. Allí el camino doblaba a la
      izquierda y se hundía en una pendiente brusca. Sam había entrado en Mordor.
      Se quitó el Anillo del dedo, inspirado quizá por alguna misteriosa premonición de
      peligro,  aunque  a  sí  mismo  se  dijo  solamente  que  deseaba  ver  con  mayor
      claridad.
        —Más vale que eche una mirada a lo peor —murmuró—. ¡No es prudente
      andar a tientas en una niebla!
        Duro, cruel y áspero era el paisaje que se mostró a los ojos del hobbit. A sus
      pies,  la  cresta  más  alta  de  Ephel  Dúath  se  precipitaba  en  riscos  enormes  y
      escarpados a un valle sombrío; y del otro lado asomaba una cresta mucho más
      baja, de bordes mellados y dentados y rocas puntiagudas que a la luz roja del
      fondo parecían colmillos negros: era el siniestro Morgai, la más interior de las
      empalizadas naturales que defendían el país. A lo lejos, pero casi en línea recta,
      más allá de un vasto lago de oscuridad moteado de fuegos diminutos, se veía el
      resplandor de un gran incendio; y de él se elevaban en remolinos inquietos unas
      enormes columnas de humo, de color rojo polvoriento en las raíces, y negras
      donde se fundían con el palio de nubes abultadas que cubría la tierra maldita.
        Lo que Sam contemplaba era el Orodruin, la Montaña de Fuego, Una y otra
      vez los hornos encendidos en el fondo abismal del cono de ceniza se calentaban al
      rojo, y entonces la montaña se henchía y rugía como una marea tempestuosa, y
      derramaba por las grietas de los flancos ríos de roca derretida. Algunos corrían
      incandescentes hacia Barad-dûr a lo largo de canales profundos; otros se abrían
      paso  a  través  de  la  llanura  pedregosa,  hasta  que  se  enfriaban  y  yacían  como
      retorcidas figuras de dragones vomitadas por la tierra atormentada. En esa hora
      de trabajos, contemplaba Sam el Monte del Destino, y la luz oculta detrás de la
      mole enorme de los Ephel Dúath para quienes subían desde el oeste, se volcaba
      ahora resplandeciendo sobre las caras desnudas de las rocas, que parecían tintas
      en sangre.
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