Page 1008 - El Señor de los Anillos
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entero antes de encontrar el camino.
        « Supongo que ha de estar en la parte de atrás» , murmuró. « Toda la Torre
      crece hacia atrás. Y de cualquier modo convendrá que siga esas luces.»
        Avanzó por el corredor, pero ahora con lentitud; cada paso era más trabajoso
      que el anterior. El terror volvía a dominarlo. No oía otro ruido que el roce de sus
      pies, que parecía crecer y resonar como palmadas gigantescas sobre las piedras.
      Los cuerpos sin vida; el vacío; las paredes negras y húmedas que a la luz de las
      antorchas  parecían  rezumar  sangre;  el  temor  de  que  una  muerte  súbita  lo
      acechase detrás de cada puerta, en cada sombra; y la imagen siempre presente
      de los Centinelas siniestros que custodiaban la entrada: era casi más de lo que
      Sam se sentía capaz de afrontar. Una lucha (con no demasiados adversarios a la
      vez), hubiera sido preferible a aquella incertidumbre espantosa. Hizo un esfuerzo
      por pensar en Frodo, que en alguna parte de este sitio terrible yacía dolorido o
      muerto. Continuó avanzando.
        Había dejado atrás las antorchas, y llegado casi a una gran puerta abovedada
      en  el  fondo  del  corredor  (la  cara  interna  de  la  puerta  subterránea,  adivinó),
      cuando desde lo alto se elevó un grito aterrador y sofocado. Sam se detuvo en
      seco.  En  seguida  oyó  pasos  que  se  acercaban.  Allí,  justo  por  encima  de  él,
      alguien bajaba de prisa una escalera.
        La voluntad de Sam, lenta y debilitada, no pudo contener el movimiento de la
      mano: tironeando de la cadena, aferró el Anillo. Pero no llegó a ponérselo en el
      dedo, pues en el preciso instante en que lo apretaba contra el pecho, un orco saltó
      de un vano oscuro a la derecha, y se precipitó hacia él. Cuando estuvo a no más
      de  seis  pasos  de  distancia,  levantó  la  cabeza  y  descubrió  a  Sam.  Sam  oyó  la
      respiración jadeante del orco, y vio el fulgor de los ojos inyectados en sangre. El
      orco  se  detuvo,  despavorido.  Porque  lo  que  vio  no  fue  un  hobbit  pequeño  y
      asustado tratando de sostener con mano firme una espada: vio una gran forma
      silenciosa, embozada en una sombra gris, que se erguía ante él a la trémula luz de
      las  antorchas;  en  una  mano  esgrimía  una  espada,  cuya  sola  luz  era  un  dolor
      lacerante; la otra la tenía apretada contra el pecho, escondiendo alguna amenaza
      innominada de poder y destrucción.
        El orco se agazapó un momento, y en seguida, con un alarido espeluznante
      dio media vuelta y huyó por donde había venido. Jamás un perro a la vista de la
      inesperada  fuga  de  un  adversario  con  el  rabo  entre  las  piernas  se  sintió  más
      envalentonado  que  Sam  en  aquel  momento.  Con  un  grito  de  triunfo,  partió  en
      persecución del fugitivo.
        —¡Sí! ¡El guerrero elfo anda suelto! —exclamó. Ya voy y te alcanzo. ¡O me
      indicas el camino para subir, o te desuello!
        Pero el orco estaba en su propia guarida, era ágil, y comía bien. Sam era un
      extraño,  y  estaba  hambriento  y  cansado.  La  escalera  subía  en  espiral,  alta  y
      empinada.  Sam  empezó  a  respirar  con  dificultad.  Y  el  orco  no  tardó  en
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