Page 1011 - El Señor de los Anillos
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puerta de la escalera, Sam alcanzó a ver a la luz roja la cara maligna del orco:
      estaba  marcada  como  por  garras  afiladas  y  embadurnada  de  sangre;  de  los
      colmillos salientes le goteaba la baba; la boca gruñía como un animal.
        Por lo que Sam pudo ver, Shagrat persiguió a Snaga alrededor del techo hasta
      que el orco más pequeño se agachó y logró esquivarlo; dando un alarido, corrió
      hacia la torre y desapareció. Shagrat se detuvo. Desde la puerta que miraba al
      este,  Sam  lo  veía  ahora  junto  al  parapeto,  jadeando,  abriendo  y  cerrando
      débilmente la garra izquierda. Dejó el bulto en el suelo, y con la garra derecha
      extrajo  un  gran  cuchillo  rojo  y  escupió  sobre  él.  Fue  hasta  el  parapeto,  e
      inclinándose  se  asomó  al  lejano  patio  exterior.  Gritó  dos  veces  pero  no  le
      respondieron.
        De pronto, mientras Shagrat seguía inclinado sobre la almena, de espaldas al
      techo,  Sam  vio  con  asombro  que  uno  de  los  supuestos  cadáveres  empezaba  a
      moverse:  se  arrastraba.  Estiró  una  garra  y  tomó  el  bulto.  Se  levantó,
      tambaleándose.  La  otra  mano  empuñaba  una  lanza  de  punta  ancha  y  mango
      corto y quebrado. La alzó preparándose para asestar una estocada mortal. De
      pronto, un siseo se le escapó entre los dientes, un jadeo de dolor o de odio. Rápido
      como  una  serpiente  Shagrat  se  hizo  a  un  lado,  dio  media  vuelta  y  hundió  el
      cuchillo en la garganta del enemigo.
        —¡Te pesqué, Gorbag! —vociferó—. No estabas muerto del todo ¿eh? Bueno,
      ahora  completaré  mi  obra.  —Saltó  sobre  el  cuerpo  caído,  pateándolo  y
      pisoteándolo con furia, mientras se agachaba una y otra vez para acuchillarlo.
      Satisfecho al fin, levantó la cabeza con un horrible y gutural alarido de triunfo.
      Lamió el puñal, se lo puso entre los dientes, y recogiendo el bulto se encaminó
      cojeando hacia la puerta más cercana de la escalera.
        Sam no tuvo tiempo de reflexionar. Hubiera podido escabullirse por la otra
      puerta, pero difícilmente sin ser visto; y no hubiera podido jugar mucho tiempo al
      escondite con aquel orco abominable. Hizo sin duda lo mejor que podía hacer en
      aquellas circunstancias. Dio un grito, y salió de un salto al encuentro de Shagrat.
      Aunque ya no lo apretaba contra el pecho, el Anillo estaba presente: un poder
      oculto, una amenaza para los esclavos de Mordor; y en la mano tenía a Dardo,
      cuya luz hería los ojos del orco como el centelleo de las estrellas crueles en los
      temibles países élficos, y que se aparecían a los de su raza en unas pesadillas de
      terror helado. Y Shagrat no podía pelear y retener al mismo tiempo el tesoro. Se
      detuvo, gruñendo, mostrando los colmillos. Entonces una vez más, a la manera de
      los orcos, saltó a un lado, y utilizando el pesado bulto como arma y escudo, en el
      momento en que Sam se abalanzaba sobre él, se lo arrojó con fuerza a la cara.
      Sam  trastabilló,  y  antes  que  pudiera  recuperarse,  Shagrat  corría  ya  escaleras
      abajo.
        Sam  se  precipitó  detrás  maldiciendo,  pero  no  llegó  muy  lejos.  Pronto  le
      volvió  a  la  mente  el  pensamiento  de  Frodo,  y  recordó  que  el  otro  orco  había
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