Page 1012 - El Señor de los Anillos
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entrado en la torre. Se encontraba ante otra terrible disyuntiva, y no era tiempo
de ponerse a pensar. Si Shagrat lograba huir, pronto regresaría con refuerzos.
Pero si Sam lo perseguía, el otro orco podía cometer entre tanto alguna atrocidad.
Y de todos modos, quizá Sam no alcanzara a Shagrat, o quizás él lo matara. Se
volvió con presteza y corrió escaleras arriba.
« Me imagino que he vuelto a equivocarme» , suspiró. « Pero ante todo tengo
que subir a la cúspide pase lo que pase.»
Allá abajo Shagrat descendió saltando las escaleras, cruzó el patio y traspuso
la puerta, siempre llevando la preciosa carga. Si Sam hubiera podido verlo e
imaginarse las tribulaciones que desencadenaría esta fuga, quizás habría
vacilado. Pero ahora estaba resuelto a proseguir la busca hasta el fin. Se acercó
con cautela a la puerta de la torre y entró. Dentro, todo era oscuridad. Pero
pronto la mirada alerta del hobbit distinguió una luz tenue a la derecha. Venía de
una abertura que daba a otra escalera estrecha y oscura: y parecía subir en
espiral alrededor de la pared exterior de la torre. Arriba, en algún lugar, brillaba
una antorcha.
Sam empezó a trepar en silencio. Llegó hasta la antorcha que vacilaba en lo
alto de una puerta a la izquierda, frente a una tronera que miraba al oeste: uno de
los ojos rojos que Frodo y él vieran desde abajo a la entrada del túnel. Pasó la
puerta rápidamente y subió de prisa hasta la segunda rampa, temiendo a cada
momento que lo atacaran o unos dedos lo estrangularan apretándole el cuello
desde atrás. Se acercó a una ventana que miraba al este; otra puerta iluminada
por una antorcha se abría a un corredor en el centro de la torre. La puerta estaba
entornada y el corredor a oscuras, excepto por la lumbre de la antorcha y el
resplandor rojo que se filtraba a través de la tronera. Pero aquí la escalera se
interrumpía. Sam se deslizó por el corredor. A cada lado había una puerta baja;
las dos estaban cerradas y trancadas. No se oía ningún ruido.
« Un callejón sin salida» , masculló Sam, « ¡después de tanto subir! No es
posible que esta sea la cúspide de la torre. ¿Pero qué puedo hacer ahora?»
Volvió a todo correr a la rampa inferior y probó la puerta. No se movió. Subió
otra vez corriendo; el sudor empezaba a gotearle por la cara. Sentía que cada
minuto era precioso, pero uno a uno se le escapaban; y nada podía hacer. Ya no
le preocupaba Shagrat ni Snaga ni ningún orco alguna vez nacido. Sólo quería
encontrar a Frodo, volver a verle la cara, tocarle la mano.
Por fin, cansado y sintiéndose vencido, se sentó en un escalón, bajo el nivel
del suelo del corredor, y hundió la cabeza entre las manos. El silencio era
inquietante. La antorcha ya casi consumida chisporroteó y se extinguió; y las
tinieblas lo envolvieron como una marea. De pronto, sorprendido él mismo,
impulsado no sabía por qué pensamiento oculto, al término de aquella larga e
infructuosa travesía, Sam se puso a cantar en voz baja.
En aquella torre fría y oscura la voz de Sam sonaba débil y temblorosa: la voz