Page 1017 - El Señor de los Anillos
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Me temo que tendrán que ser ropas orcas para usted, señor Frodo. Y para mí
      también. Si tenemos que ir juntos, convendrá que estemos vestidos de la misma
      manera. ¡Ahora envuélvase en esto!
        Sam se desabrochó la capa gris y la echó sobre los hombros de Frodo. Luego,
      desatándose la mochila, la depositó en el suelo. Sacó a Dardo de la vaina. La hoja
      de la espada apenas centelleaba.
        —Me olvidaba de esto, señor Frodo —dijo—. ¡No, no se llevaron todo! No sé
      si usted recuerda que me prestó a Dardo, y el frasco de la Dama. Todavía los
      tengo conmigo. Pero préstemelos un rato más, señor Frodo. Iré a ver qué puedo
      encontrar.  Usted  quédese  aquí.  Camine  un  poco  y  estire  las  piernas.  Yo  no
      tardaré. No tendré que alejarme mucho.
        —¡Cuidado, Sam! —gritó Frodo—. ¡Y date prisa! Puede haber orcos vivos
      todavía, esperando en acecho.
        —Tengo que correr el riesgo —dijo Sam. Fue hacia la puerta trampa y se
      deslizó por la escalerilla. Un momento después volvió a asomar la cabeza. Arrojó
      al suelo un cuchillo largo.
        —Ahí tiene algo que puede serle útil —dijo—. Está muerto: el que le dio el
      latigazo. La prisa le quebró el pescuezo, parece. Ahora, si puede, señor Frodo,
      levante  la  escalerilla;  y  no  la  vuelva  a  bajar  hasta  que  me  oiga  gritar  la
      contraseña. Elbereth, gritaré. Es lo que dicen los elfos. Ningún orco lo diría.
      Frodo  permaneció  sentado  un  rato,  temblando,  asaltado  por  una  sucesión  de
      imágenes aterradoras. Luego se levantó, se ciñó la capa élfica, y para mantener
      la  mente  ocupada,  comenzó  a  pasearse  de  un  lado  a  otro,  escudriñando  y
      espiando cada recoveco de la prisión.
        No había pasado mucho tiempo, aunque a Frodo le pareció por lo menos una
      hora, cuando oyó la voz de Sam que llamaba quedamente desde abajo: Elbereth,
      Elbereth.  Frodo  soltó  la  escalerilla.  Sam  subió,  resoplando;  llevaba  un  bulto
      grande sobre la cabeza. Lo dejó caer en el suelo con un golpe sordo.
        —¡De prisa ahora, señor Frodo! —dijo—. Tuve que buscar un buen rato hasta
      encontrar algo pequeño como para nosotros. Tendremos que arreglarnos, pero de
      prisa. No he tropezado con nadie, ni he visto nada, pero no estoy tranquilo. Creo
      que este lugar está siendo vigilado. No lo puedo explicar, pero tengo la impresión
      de que uno de esos horribles jinetes anda por aquí, volando en la oscuridad donde
      no se le puede ver.
        Abrió el atado. Frodo miró con repugnancia el contenido, pero no había otro
      remedio:  tenía  que  ponerse  esas  prendas,  o  salir  desnudo.  Había  un  par  de
      pantalones de montar largos y peludos confeccionados con el pellejo de alguna
      bestia inmunda, y una túnica sucia de cuero. Se los puso. Sobre la túnica iba una
      cota  de  malla  redonda,  corta  para  un  orco  adulto,  pero  demasiado  larga  para
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