Page 1014 - El Señor de los Anillos
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—¡Te quedas quieto, o las pagarás! Sospecho que ya no vivirás mucho; pero
si no quieres que el baile empiece ahora mismo, cierra el pico, ¿me has oído?
¡Aquí va una muestra!
Y se oyó el restallido de un látigo.
Una furia repentina se encendió entonces en el corazón de Sam. Se levantó de
un salto, corrió y trepó como un gato por la escalerilla. Asomó la cabeza en el
suelo de una amplia cámara redonda. Una lámpara roja colgaba del techo; la
tronera que miraba al este era alta y estaba oscura. En el suelo junto a la pared y
bajo la ventana yacía una forma, y sobre ella, a horcajadas, se veía la figura
negra de un orco. Levantó el látigo por segunda vez, pero el golpe nunca cayó.
Sam, Dardo en mano, lanzó un grito y entró en la habitación. El orco giró en
redondo, pero antes que pudiera hacer un solo movimiento, Sam le cortó la mano
que empuñaba el látigo. Aullando de dolor y de miedo, en un intento
desesperado, el orco se arrojó de cabeza contra Sam. La estocada siguiente no
dio en el blanco; Sam perdió el equilibrio y al caer hacia atrás se aferró al orco
que se derrumbaba sobre él. Antes que pudiera incorporarse oyó un alarido y un
golpe sordo. Mientras huía, el orco había chocado con el cabezal de la escalerilla,
precipitándose por la abertura de la puerta trampa. Sam no se ocupó más de él.
Corrió hacia la figura encogida en el suelo. Era Frodo.
Estaba desnudo, y yacía como desvanecido sobre un montón de trapos
mugrientos; tenía el brazo levantado, protegiéndose la cabeza, y la huella cárdena
de un latigazo le marcaba el flanco.
—¡Frodo! ¡Querido señor Frodo! —gritó Sam, casi cegado por las lágrimas
—. ¡Soy Sam, he llegado! Levantó a medias a su amo y lo estrechó contra el
pecho. Frodo abrió los ojos.
—¿Todavía estoy soñando? —musitó—. Pero los otros sueños eran pavorosos.
—No, mi amo, no está soñando —dijo Sam—. Es real. Soy yo. He llegado.
—Casi no puedo creerlo —dijo Frodo, aferrándose a él—. ¡Había un orco con
un látigo, y de pronto se transforma en Sam! Entonces, después de todo, no
estaba soñando cuando oí cantar ahí abajo, y traté de responder. ¿Eras tú?
—Sí, señor Frodo, era yo. Casi había perdido las esperanzas. No podía
encontrarlo a usted.
—Bueno, ahora me has encontrado, querido Sam —dijo Frodo, y se reclinó
en los brazos afectuosos de Sam, y cerró los ojos como un niño que descansa
tranquilo cuando una mano o una voz amada han ahuyentado los miedos de la
noche.
Sam hubiera deseado permanecer así, eternamente feliz, hasta el fin del
mundo: pero no le estaba permitido. No bastaba que hubiera encontrado a Frodo,
todavía tenía que tratar de salvarlo. Le besó la frente.