Page 1009 - El Señor de los Anillos
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desaparecer, y ya sólo se oía, cada vez más débil, el golpeteo de los pies que
      corrían y trepaban. De tanto en tanto el orco lanzaba un grito y el eco resonaba
      en las paredes. Pero poco a poco los pasos se perdieron a lo lejos.
        Sam avanzaba pesadamente. Tenía la impresión de estar en el buen camino y
      esto le daba nuevos ánimos. Soltó el Anillo y se ajustó el cinturón.
        « ¡Bravo!»   dijo.  « Si  a  todos  les  disgustamos  tanto,  Dardo  y  yo,  las  cosas
      pueden terminar mejor de lo que yo pensaba. En todo caso, parece que Shagrat,
      Gorbag y compañía han hecho casi todo mi trabajo. ¡Fuera de esa rata asustada,
      creo que no queda nadie con vida en este lugar!»
        Y  entonces  se  detuvo  bruscamente  como  si  se  hubiese  golpeado  la  cabeza
      contra el muro de piedra. De pronto, con la fuerza de un golpe, entendió lo que
      acababa de decir. ¡No queda nadie con vida! ¿De quién había sido entonces aquel
      escalofriante grito de agonía?
        —¡Frodo, Frodo! ¡Mi amo! —gritó, casi sollozando—. Si te han matado ¿qué
      haré? Bueno, estoy llegando al final, a la cúspide, y veré lo que haya que ver.
      Subía  y  subía.  Salvo  una  que  otra  antorcha  encendida  en  un  recodo  de  la
      escalera, o junto a una de las entradas que conducían a los niveles superiores de
      la torre, todo era oscuridad. Sam trató de contar los peldaños, pero después de los
      doscientos perdió la cuenta. Ahora avanzaba con sigilo, pues creía oír unas voces
      que hablaban un poco más arriba. Al parecer, quedaba con vida más de una rata.
        De pronto, cuando empezaba a sentir que le faltaba el aliento, que las rodillas
      no le obedecían, la escalera terminó. Sam se quedó muy quieto. Las voces se
      oían ahora fuertes y cercanas. Miró a su alrededor. Había subido hasta el techo
      plano  del  tercer  nivel,  el  más  elevado  de  la  Torre:  un  espacio  abierto  de  unas
      veinte yardas de lado, rodeado de un parapeto bajo. En el centro mismo de la
      terraza  desembocaba  la  escalera,  cubierta  por  una  cámara  pequeña  y
      abovedada, con puertas bajas orientadas al este y al oeste. Abajo, hacia el este,
      Sam  vio  la  llanura  dilatada  y  sombría  de  Mordor,  y  a  lo  lejos  la  montaña
      incandescente. Una nueva marejada hervía ahora en los cauces profundos, y los
      ríos  de  fuego  ardían  tan  vivamente  que  aún  a  muchas  millas  de  distancia
      iluminaban la torre con un resplandor bermejo. La base de la torre de atalaya,
      cuyo cuerno superaba en altura las crestas de las colinas próximas, ocultaba el
      oeste. En una de las troneras brillaba una luz. La puerta asomaba a no más de
      diez yardas de Sam. Estaba en tinieblas pero abierta, y de allí, de la oscuridad,
      venían las voces.
        Al principio Sam no les prestó atención; dio un paso hacia afuera por la puerta
      del este y miró alrededor. Al instante advirtió que allá arriba la lucha había sido
      más cruenta. El patio estaba atiborrado de cadáveres, cabezas y miembros de
      orcos mutilados. Un olor a muerte flotaba en el lugar. Se oyó un gruñido, seguido
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