Page 1007 - El Señor de los Anillos
P. 1007
Sam tomó aliento y se lanzó una vez más hacia adelante, pero se detuvo en
seco, trastabillando como si le hubiesen asestado un golpe en el pecho y en la
cabeza. Entonces, en un arranque de audacia, porque no se le ocurría ninguna
otra solución, inspirado por una idea repentina, sacó con lentitud el frasco de
Galadriel y lo levantó. La luz blanca se avivó rápidamente, dispersando las
sombras bajo la arcada oscura. Allí estaban, frías e inmóviles, las figuras
monstruosas de los Centinelas. Por un instante vislumbró un centelleo en las
piedras negras de los ojos, de una malignidad sobrecogedora, pero poco a poco
sintió que la voluntad de los Centinelas empezaba a flaquear y se desmoronaba
en miedo.
Pasó de un salto por delante de ellos, pero en ese instante, mientras volvía a
guardar el frasco en el pecho, sintió tan claramente como si una barra de acero
hubiera descendido de golpe detrás de él, que habían redoblado la vigilancia. Y
de las cabezas maléficas brotó un alarido estridente que retumbó en los muros. Y
como una señal de respuesta resonó lejos, en lo alto, una campanada única.
—¡Bueno, bueno! —dijo Sam—. ¡Parece que he llamado a la puerta principal!
¡Pues bien, a ver si acude alguien! —gritó—. ¡Anunciadle al Capitán Shagrat que
ha llamado el gran guerrero elfo, y que trae consigo la espada élfica!
Ninguna respuesta. Sam se adelantó a grandes pasos. Dardo le centelleaba en
la mano con una luz azul. Las sombras eran profundas en el patio, pero alcanzó a
ver que el pavimento estaba sembrado de cadáveres. Justo a sus pies yacían dos
arqueros orcos apuñalados por la espalda. Un poco más lejos había muchos más,
algunos aparte, como abatidos por una estocada o un flechazo, otros en parejas,
como sorprendidos en plena lucha, muertos en el acto mismo de apuñalar,
estrangular, morder. Los pies resbalaban en las piedras, cubiertas de sangre
negra.
Sam notó que había dos uniformes diferentes, uno marcado con la insignia del
Ojo Rojo, el otro con una Luna desfigurada en una horrible efigie de la muerte;
pero no se detuvo a observarlos más de cerca. Del otro lado del patio, al pie de la
torre, vio una puerta grande; estaba entreabierta y por ella salía una luz roja; un
orco corpulento yacía sin vida en el umbral. Sam saltó por encima del cadáver y
entró; y entonces miró alrededor, desorientado.
Un corredor amplio y resonante conducía otra vez desde la puerta al flanco
de la montaña. Estaba iluminado por la lumbre incierta de unas antorchas en las
ménsulas de los muros, y el fondo se perdía en las tinieblas. A uno y otro lado
había numerosas puertas y aberturas; pero salvo dos o tres cuerpos más tendidos
en el suelo el corredor estaba vacío. Por lo que había oído de la conversación de
los capitanes, Sam sabía que vivo o muerto era probable que Frodo se encontrase
en una estancia de la atalaya más alta; pero quizás él tuviera que buscar un día