Page 1006 - El Señor de los Anillos
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del muro de la Torre, y sus oídos naturales escuchaban claramente los gritos y el
fragor de la lucha. En aquel momento los ruidos parecían venir del patio detrás
del muro exterior.
Sam había recorrido casi la mitad del camino, cuando dos orcos aparecieron
corriendo en el portal oscuro y salieron al resplandor rojo. No se volvieron a
mirarlo. Iban hacia el camino principal; pero en plena carrera se tambalearon y
cayeron al suelo, y allí se quedaron tendidos e inmóviles. Sam no había visto
flechas, pero supuso que habían sido abatidos por otros orcos apostados en los
muros o escondidos a la sombra del portal. Siguió avanzando, pegado al muro de
la izquierda. Una sola mirada le había bastado para comprender que no tenía
ninguna esperanza de escalarlo. La pared de piedra, sin grietas ni salientes, tenía
unos treinta pies de altura, y culminaba en un alero de gradas invertidas. La
puerta era el único camino.
Continuó adelante, sigilosamente, preguntándose cuántos orcos vivirían en la
Torre junto con Shagrat, y con cuántos contaría Gorbag, y cuál sería el motivo de
la pelea, si en verdad era una pelea. Le había parecido que la compañía de
Shagrat estaba compuesta de unos cuarenta orcos, y la de Gorbag de más del
doble; pero la patrulla de Shagrat no era por supuesto más que una parte de la
guarnición. Casi con seguridad estaban disputando a causa de Frodo y del botín.
Sam se detuvo un segundo, pues de pronto las cosas le parecieron claras, casi
como si las tuviera delante de los ojos. ¡La cota de malla de mithril! Frodo, como
es natural, la llevaba puesta, y los orcos tenían que haberla descubierto. Y por lo
que Sam había oído, Gorbag la codiciaba. Pero las órdenes de la Torre Oscura
eran por ahora la única protección de Frodo, y en caso de que fueran
desacatadas, Frodo podía morir en cualquier momento.
« ¡Adelante, miserable holgazán!» , se increpó Sam. « ¡A la carga!»
Desenvainó a Dardo y se precipitó hacia la puerta. Pero en el preciso
momento en que estaba a punto de pasar bajo la gran arcada, sintió un choque:
como si hubiese tropezado con una especie de tela parecida a la de Ella-Laraña,
pero invisible. No veía ningún obstáculo, y sin embargo algo demasiado poderoso
le cerraba el camino. Miró alrededor, y entonces, a la sombra de la puerta, vio a
los dos Centinelas.
Eran como grandes figuras sentadas en tronos. Cada una de ellas tenía tres
cuerpos unidos, coronados por tres cabezas que miraban adentro, afuera, y al
portal. Las caras eran de buitre, y las manos que apoyaban sobre las rodillas eran
como garras. Parecían esculpidos en enormes bloques de piedra: impasibles,
pero a la vez vigilantes: algún espíritu maléfico y alerta habitaba en ellos.
Reconocían a un enemigo: visible o invisible, ninguno escapaba. Le impedían la
entrada, o la fuga.