Page 1019 - El Señor de los Anillos
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—Pero no hay tiempo para buscarlos —dijo Sam.
        —Bueno,  las  cosas  no  pintan  tan  mal  como  piensas  —dijo  Frodo—.  En  tu
      ausencia tuve un golpe de suerte. En realidad, no se llevaron todo. Encontré mi
      saco  de  provisiones  entre  algunos  trapos  tirados  en  el  suelo.  Lo  revisaron,
      naturalmente. Pero supongo que el aspecto y el olor de las lembas les repugnó
      tanto o más que a Gollum. Las encontré desparramadas por el suelo y algunas
      estaban rotas y pisoteadas, pero pude recogerlas. No es mucho más de lo que tú
      tienes.  En  cambio  se  llevaron  las  provisiones  de  Faramir,  y  acuchillaron  la
      cantimplora.
        —Bueno, no hay nada más que hablar —dijo Sam—. Tenemos lo suficiente
      para  ahora.  Pero  lo  del  agua  va  a  ser  un  problema.  No  importa,  señor  Frodo,
      ¡coraje! En marcha, o de nada nos servirá todo un lago.
        —No, no me moveré de aquí hasta que hayas comido, Sam —dijo Frodo—.
      Aquí tienes, come esta galleta élfica, y bébete la última gota de tu botella. Esta
      aventura es un desatino y no vale la pena preocuparse por el mañana. Lo más
      probable es que no llegue.
      Al  fin  se  pusieron  en  marcha.  Bajaron  por  la  escalera  de  mano,  y  Sam  la
      descolgó y la dejó en el pasadizo junto al cuerpo encogido del orco. La escalera
      estaba en tinieblas, pero en el tejado se veía aún el resplandor de la Montaña,
      ahora de un rojo mortecino. Recogieron dos escudos para completar el disfraz, y
      siguieron caminando.
        Bajaron  pesadamente  la  larga  escalera.  La  cámara  de  la  torre  donde  se
      habían reencontrado parecía casi acogedora ahora que estaban otra vez al aire
      libre, y el terror corría a lo largo de los muros. Aunque todo hubiera muerto en
      Cirith Ungol, la Torre se alzaba aún envuelta en miedo y maldad. Llegaron por
      fin a la puerta del patio exterior y se detuvieron. Ya allí podían sentir sobre ellos
      la malicia de los Centinelas. Formas negras y silenciosas apostadas a cada lado
      de la puerta, por la que alcanzaban a verse los fulgores de Mordor. Los pies les
      pesaban cada vez más a medida que avanzaban entre los cadáveres repugnantes
      de  los  orcos.  Y  aún  no  habían  llegado  a  la  arcada  cuando  algo  los  paralizó.
      Intentar  dar  un  paso  más  era  doloroso  y  agotador  para  la  voluntad  y  para  los
      miembros.
        Frodo  no  se  sentía  con  fuerzas  para  semejante  batalla.  Se  dejó  caer  en  el
      suelo.
        —No puedo seguir, Sam —murmuró—. Me voy a desmayar. No sé qué me
      pasa.
        —Yo lo sé, señor Frodo. ¡Manténgase en pie! Es la puerta. Está embrujada.
      Pero  si  pude  entrar,  también  podré  salir.  No  es  posible  que  ahora  sea  más
      peligrosa que antes. ¡Adelante!
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