Page 1024 - El Señor de los Anillos
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—Bueno, allá voy, señor Frodo —dijo Sam—. ¡Hasta la vista!
        Se dejó caer. Frodo lo siguió. Y mientras caían oyeron el galope de los jinetes
      que pasaban por el puente, y el golpeteo de los pies de los orcos. Sin embargo, de
      haberse  atrevido,  Sam  se  habría  reído  a  carcajadas.  Temiendo  una  caída  casi
      violenta entre rocas invisibles, los hobbits, luego de un descenso de apenas una
      docena  de  pies,  aterrizaron  con  un  golpe  sordo  y  un  crujido  en  el  lugar  más
      inesperado:  una  maraña  de  arbustos  espinosos.  Allí  Sam  se  quedó  quieto,
      chupándose en silencio una mano rasguñada.
        Cuando el ruido de los cascos se alejó, se aventuró a susurrar:
        —¡Por  mi  alma,  señor  Frodo,  creía  que  en  Mordor  no  crecía  nada!  De
      haberlo sabido, esto sería precisamente lo que me habría imaginado. A juzgar por
      los pinchazos, estas espinas han de tener un pie de largo; han atravesado todo lo
      que llevo encima. ¡Por qué no me habré puesto esa cota de malla!
        —Las cotas de malla de los orcos no te protegerían de estas espinas —dijo
      Frodo—. Ni siquiera un justillo de cuero te serviría.
        No les fue fácil salir del matorral. Los espinos y las zarzas eran duros como
      alambres  y  se  les  prendían  como  garras.  Cuando  al  fin  consiguieron  librarse,
      tenían las capas desgarradas y en jirones.
        —Ahora  bajemos,  Sam  —murmuró  Frodo—.  Rápido  al  valle,  luego
      doblaremos al norte tan pronto como sea posible.
        Afuera, en el resto del mundo, nacía un nuevo día, y muy lejos, más allá de
      las  tinieblas  de  Mordor,  el  sol  despuntaba  en  el  horizonte,  al  este  de  la  Tierra
      Media; pero aquí todo estaba oscuro, como si aún fuera de noche. En la montaña
      las  llamas  se  habían  extinguido  y  los  rescoldos  humeaban  bajo  las  cenizas.  El
      resplandor desapareció poco a poco de los riscos. El viento del este, que no había
      dejado de soplar desde que partieran de Ithilien, ahora parecía muerto. Lenta y
      penosamente  bajaron  gateando  en  las  sombras,  a  tientas,  tropezando,
      arrastrándose entre  peñascos  y  matorrales y  ramas  secas,  bajando  y bajando
      hasta que ya no pudieron continuar.
        Se detuvieron al fin, y se sentaron uno al lado del otro, recostándose contra
      una roca, sudando los dos.
        —Si Shagrat en persona viniera a ofrecerme un vaso de agua, le estrecharía
      la mano —dijo Sam.
        —¡No digas eso! —replicó Frodo—. ¡Sólo consigues empeorar las cosas! —
      Luego se tendió en el suelo, mareado y exhausto, y no volvió a hablar durante un
      largo  rato.  Por  fin,  se  incorporó  otra  vez,  trabajosamente.  Descubrió  con
      asombro  que  Sam  se  había  quedado  dormido—.  ¡Despierta,  Sam!  —dijo—.
      ¡Vamos! Es hora de hacer otro esfuerzo.
        Sam se levantó a duras penas.
        —¡Bueno, nunca lo hubiera imaginado! —dijo—. Supongo que el sueño me
      venció. Hace mucho tiempo, señor Frodo, que no duermo como es debido, y los
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