Page 1023 - El Señor de los Anillos
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                     El País de la Sombra
      S am apenas alcanzó a esconder el frasco en el pecho.
        —¡Corra, señor Frodo! —gritó—. ¡No, por ahí no! Del otro lado del muro hay
      un precipicio. ¡Sígame!
        Huyeron camino abajo y se alejaron de la puerta. Unos cincuenta pasos más
      adelante, la senda contorneó uno de los bastiones del risco, y los ocultó a los ojos
      de la Torre. Por el momento estaban a salvo. Se agazaparon contra las rocas y
      respiraron llevándose las manos al pecho. Posado ahora en lo alto del muro junto
      a la puerta en ruinas, el Nazgûl lanzaba sus gritos funestos. Los ecos retumbaban
      entre los riscos.
        Avanzaron  tropezando,  aterrorizados.  Pronto  el  camino  dobló  bruscamente
      hacia el este, y por un momento los expuso a la mirada pavorosa de la Torre.
      Echaron a correr, y al volver la cabeza vieron la gran forma negra encaramada
      en la muralla, y se internaron en una garganta que descendía en rápida pendiente
      al camino de Morgul. Así llegaron a la encrucijada. No había aún señales de los
      orcos, ni había habido respuesta al grito del Nazgûl; pero sabían que aquel silencio
      no podía durar mucho, que de un momento a otro comenzaría la persecución.
        —Todo esto es inútil —dijo Frodo—. Si fuésemos orcos de verdad, estaríamos
      corriendo hacia la Torre en vez de huir. El primer enemigo con que nos topemos
      nos reconocerá. De alguna manera tenemos que salir de este camino.
        —Pero es imposible —dijo Sam—. No sin alas.
      Las laderas orientales de Ephel Dúath caían a pique en una sucesión de riscos y
      precipicios hacia la cañada negra que se abría entre ellos y la cadena interior. No
      lejos del cruce, luego de trepar otra cuesta empinada, el camino se prolongaba
      en  un  puente  volante  de  piedra,  cruzaba  el  abismo,  y  se  internaba  por  fin  en
      faldas  desmoronadas  y  en  los  valles  del  Morgai.  En  una  carrera  desesperada,
      Frodo y Sam llegaron al puente, pero ya antes de cruzar comenzaron a oír los
      gritos y la algarabía. A lo lejos, a espaldas de ellos, asomaba en la cresta la Torre
      de Cirith Ungol, y las piedras centelleaban ahora con un fulgor mortecino. De
      improviso la campana discordante tañó otra vez. Sonaron los cuernos. Y del otro
      lado de la cabecera del puente llegaron los clamores de respuesta. Allá abajo, en
      la hondonada sombría, oculta a los fulgores moribundos del Orodruin, no veían
      nada, pero oían ya las pisadas de unas botas de hierro, y allá arriba en el camino
      resonaba el repiqueteo de unos cascos.
        —¡Pronto, Sam! ¡Saltemos! —gritó Frodo. Se arrastraron hasta el parapeto
      debajo del puente. Por fortuna, ya no había peligro de que se despeñaran, pues
      las  laderas  del  Morgai  se  elevaban  casi  hasta  el  nivel  del  camino;  pero  había
      demasiada oscuridad para que pudieran estimar la profundidad del precipicio.
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