Page 1029 - El Señor de los Anillos
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—Los  atavíos  orcos  no  sirven  —dijo  Sam,  agitando  los  brazos—.  ¡Ojalá
      tuviera el pellejo de un orco!
        Por último Frodo no pudo continuar. Habían trepado a una barranca empinada
      y angosta, pero aún les quedaba un largo trecho antes que pudieran ver la última
      cresta escarpada.
        —Ahora  necesito  descansar,  Sam,  y  dormir  si  puedo  —dijo  Frodo.  Miró
      alrededor, pero en aquel paraje lúgubre no parecía haber un sitio donde al menos
      un animal salvaje pudiera guarecerse. Al cabo, exhaustos, se escondieron debajo
      de una cortina de zarzas que colgaba como una estera de una pared de roca.
        Allí se sentaron y comieron como mejor pudieron. Conservando las preciosas
      lembas para los malos días del futuro, tomaron la mitad de lo que quedaba en la
      bolsa de Sam de las provisiones de Faramir: algunas frutas secas y una pequeña
      lonja de carne ahumada, y bebieron unos sorbos de agua. Habían vuelto a beber
      en los charcos del valle, pero otra vez tenían mucha sed. Había un dejo amargo
      en el aire de Mordor que secaba la boca. Cada vez que Sam pensaba en el agua,
      hasta él mismo se sentía desanimado. Más allá del Morgai les quedaba aún por
      atravesar la temible llanura de Gorgoroth.
        —Ahora usted dormirá primero, señor Frodo —dijo—. Ya oscurece otra vez.
      Me parece que este día está por acabar.
        Frodo suspiró y se durmió casi antes que Sam hubiese dicho esto. Luchando
      con  su  propio  cansancio,  Sam  tomó  la  mano  de  Frodo;  y  así  permaneció,  en
      silencio, hasta que cayó la noche. Luego, para mantenerse despierto, se deslizó
      fuera  del  escondite  y  miró  en  torno.  El  lugar  parecía  poblado  de  crujidos  y
      crepitaciones y ruidos furtivos, pero no se oían voces ni rumores de pasos. A lo
      lejos, sobre los Ephel Dúath en el oeste, el cielo nocturno era aún pálido y lívido.
      Allá, asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de
      los  montes,  Sam  vio  de  pronto  una  estrella  blanca  que  titilaba.  Tanta  belleza,
      contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la
      esperanza  renació  en  él.  Porque  frío  y  nítido  como  una  saeta  lo  traspasó  el
      pensamiento  de  que  la  Sombra  era  al  fin  y  al  cabo  una  cosa  pequeña  y
      transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy
      alta. Más que una esperanza, la canción que había improvisado en la Torre era un
      reto, pues en aquel momento pensaba en sí mismo. Ahora, por un momento, su
      propio destino, y aun el de su amo, lo tuvieron sin cuidado. Se escabulló otra vez
      entre  las  zarzas  y  se  acostó  junto  a  Frodo,  y  olvidando  todos  los  temores  se
      entregó a un sueño profundo y apacible.
        Se  despertaron  al  mismo  tiempo,  tomados  de  la  mano.  Sam  se  sentía  casi
      restaurado, listo para afrontar un nuevo día; pero Frodo suspiró. Había dormido
      mal, acosado por sueños de fuego, y no despertaba de buen ánimo. Aun así, el
      descanso no había dejado de tener un efecto curativo. Se sentía más fuerte, más
      dispuesto a soportar la carga durante una nueva jornada. No sabían qué hora era
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