Page 1030 - El Señor de los Anillos
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ni cuánto tiempo habían dormido; pero luego de comer un bocado y beber un
      sorbo  de  agua  continuaron  escalando  el  barranco,  que  terminaba  en  un
      despeñadero. Allí las últimas cosas vivas renunciaban a la lucha: las cumbres del
      Morgai eran yermas, melladas, desnudas y negras como un techo de pizarra.
        Después de errar durante largo rato en busca de un camino, descubrieron uno
      por  el  que  podían  trepar.  Subieron  penosamente  un  centenar  de  pies,  y  al  fin
      llegaron  a  la  cresta.  Atravesaron  una  hendidura  entre  dos  riscos  oscuros,  y  se
      encontraron en el borde mismo de la última empalizada de Mordor. Abajo, en el
      fondo de una depresión de unos mil quinientos pies, la llanura interior se dilataba
      hasta  perderse  de  vista  en  una  tiniebla  informe.  El  viento  del  mundo  soplaba
      ahora desde el oeste levantando las nubes espesas, que se alejaban flotando hacia
      el este; pero a los temibles campos de Gorgoroth sólo llegaba una luz grisácea.
      Allí  los  humos  reptaban  a  ras  del  suelo  y  se  agazapaban  en  los  huecos,  y  los
      vapores escapaban por las grietas de la tierra.
        Todavía lejano, a unas cuarenta millas por lo menos, divisaron el Monte del
      Destino, la base sepultada en ruinas de cenizas, el cono elevándose, gigantesco,
      con  la  cabeza  humeante  envuelta  en  nubes.  Ahora  aletargado,  los  fuegos
      momentáneamente  aplacados,  se  erguía,  peligroso  y  hostil,  como  una  bestia
      adormecida. Y por detrás asomaba una sombra vasta, siniestra como una nube
      de tormenta: los velos distantes de Barad-dûr, que se alzaba a lo lejos sobre un
      espolón largo, una de las estribaciones septentrionales de los Montes de Ceniza. El
      Poder Oscuro cavilaba, con el Ojo vuelto hacia adentro, sopesando las noticias de
      peligro  e  incertidumbre;  veía  una  espada  refulgente  y  un  rostro  majestuoso  y
      severo,  y  por  el  momento  había  dejado  de  lado  los  otros  problemas;  y  la
      poderosa fortaleza, puerta tras puerta, y torre sobre torre, estaba envuelta en una
      tiniebla de preocupación.
        Frodo  y  Sam  contemplaban  el  país  abominable  con  una  mezcla  de
      repugnancia y asombro. Entre ellos y la montaña humeante, y alrededor de ella
      al  norte  y  al  sur,  todo  parecía  muerto  y  destruido,  un  desierto  calcinado  y
      convulso. Se preguntaron cómo haría el Señor de aquel reino para mantener y
      alimentar a los esclavos y los ejércitos. Porque ejércitos tenía, sin duda. Hasta
      perderse de vista, a lo largo de las laderas del Morgai y a lo lejos hacia el sur, se
      sucedían los campamentos, algunos de tiendas, otros ordenados como pequeñas
      ciudades. Uno de los mayores se extendía justo abajo de donde se encontraban
      los  hobbits:  semejante  a  un  apiñado  nido  de  insectos,  y  entrecruzado  por
      callejuelas rectas y lóbregas de chozas y barracas grises, ocupaba casi una milla
      de llanura. Alrededor, la gente iba y venía; un camino ancho partía del caserío
      hacia el sudeste y se unía a la carretera de Morgul, por la que se apresuraban
      filas y filas de pequeñas formas negras.
        —No me gusta nada cómo pinta esto —dijo Sam—. No es muy alentador…
      excepto que donde vive tanta gente tiene que haber pozos, o agua; y comida, ni
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