Page 1032 - El Señor de los Anillos
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manteniéndose lo más cerca posible de los zarzales que a esta altura crecían en
      abundancia a ambos lados del lecho seco del arroyo.
        Continuaron por espacio de dos o tres millas, y el bastión orco desapareció
      detrás de ellos; pero cuando empezaban a sentirse más tranquilos, oyeron unas
      voces  de  orcos,  ásperas  y  estridentes.  Se  escondieron  detrás  de  un  arbusto
      pardusco  y  achaparrado.  Las  voces  se  acercaban.  De  pronto  dos  orcos
      aparecieron a la vista. Uno vestía harapos pardos e iba armado con un arco de
      cuerno; era de una raza más bien pequeña, negro de tez, y la nariz, de orificios
      muy dilatados, husmeaba el aire sin cesar: sin duda una especie de rastreador. El
      otro era un orco corpulento y aguerrido, como los de la compañía de Shagrat, y
      lucía la insignia del Ojo. También él llevaba un arco a la espalda y una lanza
      corta de punta ancha. Como de costumbre se estaban peleando, y por pertenecer
      a razas diferentes empleaban a su manera la Lengua Común.
        A sólo veinte pasos de donde estaban escondidos los hobbits, el orco pequeño
      se detuvo.
        —¡Nar!  —gruñó—.  Yo  me  vuelvo  a  casa.  —Señaló  a  través  del  valle  en
      dirección  al  fuerte  orco—.  No  vale  la  pena  que  me  siga  gastando  la  nariz
      olfateando piedras. No queda ni un rastro, te digo. Por hacerte caso a ti les perdí
      la pista. Subía por las colinas, no a lo largo del valle, te digo.
        —¿No servís de mucho, eh, vosotros, pequeños husmeadores? —dijo el orco
      grande—. Creo que los ojos son más útiles que vuestras narices mocosas.
        —¿Qué has visto con ellos, entonces? —gruñó el otro—. ¡Garn! ¡Si ni siquiera
      sabes lo que andas buscando!
        —¿Y quién tiene la culpa? —replicó el soldado—. Yo no. Eso viene de arriba.
      Primero dicen que es un gran elfo con una armadura brillante, luego que es una
      especie de hombrecito-enano, y luego que puede tratarse de una horda de Uruk-
      hai rebeldes; o quizá son todos ellos juntos.
        —¡Ar! —dijo el rastreador—. Han perdido el seso, eso es lo que les pasa. Y
      algunos de los jefes también van a perder el pellejo, sospecho, si lo que he oído
      es verdad: que han invadido la Torre, que centenares de tus compañeros han sido
      liquidados, y que el prisionero ha huido. Si así es como os comportáis vosotros, los
      combatientes, no es de extrañar que haya malas noticias desde los campos de
      batalla.
        —¿Quién dice que hay malas noticias? —vociferó el soldado.
        —¡Ar! ¿Quién dice que no las hay?
        —Así es como hablan los malditos rebeldes, y si no callas te ensarto. ¿Me has
      oído?
        —¡Está  bien,  está  bien!  —dijo  el  rastreador—.  No  diré  más  y  seguiré
      pensando. Pero ¿qué tiene que ver en todo esto ese monstruo negro y escurridizo?
      Ese de las manos como paletas y que habla en gorgoteos.
        —No lo sé. Nada, quizá. Pero apuesto que no anda en nada bueno, siempre
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