Page 1064 - El Señor de los Anillos
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sepultarlos. Caía una lluvia de ceniza incandescente.
        Ahora estaban de pie, inmóviles; Sam, que aún sostenía la mano de Frodo, se
      la acarició. Luego suspiró.
        —Qué  cuento  hemos  vivido,  señor  Frodo,  ¿no  le  parece?  —dijo—.  ¡Me
      gustaría  tanto  oírlo!  ¿Cree  que  dirán:  Y  aquí  empieza  la  historia  de  Frodo
      Nuevededos y el Anillo del Destino? Y entonces se hará un gran silencio, como
      cuando en Rivendel nos relataban la historia de Beren el Manco y las Tres Joyas.
      ¡Cuánto  me  gustaría  escucharla!  Y  cómo  seguirá,  me  pregunto,  después  de
      nuestra parte.
        Pero mientras hablaba así, para alejar el miedo hasta el final, la mirada de
      Sam  se  perdía  en  el  norte,  y  el  ojo  del  huracán,  allí  donde  el  cielo  distante
      aparecía  límpido,  pues  un  viento  frío,  que  ahora  soplaba  como  un  vendaval,
      disipaba la oscuridad y la ruina de las nubes.
      Y  así  fue  como  los  vio  desde  lejos  la  mirada  de  largo  alcance  de  Gwaihir,
      cuando llevada por el viento huracanado, y desafiando el peligro de los cielos,
      volaba en círculos altos: dos figuras diminutas y oscuras, desamparadas, de pie
      sobre una pequeña colina, y tomadas de la mano mientras alrededor el mundo
      agonizaba jadeando y estremeciéndose, y rodeadas por torrentes de fuego que se
      les acercaban. Y en el momento en que los descubrió y bajaba hacia ellos, los
      vio caer, exhaustos, o asfixiados por el calor y las exhalaciones, o vencidos al fin
      por la desesperación, tapándose los ojos para no ver llegar la muerte.
        Yacían en el suelo, lado a lado; y Gwaihir descendió y se posó junto a ellos; y
      detrás de él llegaron Landroval y el veloz Meneldor; y como en un sueño, sin
      saber qué destino les había tocado, los viajeros fueron recogidos y llevados fuera,
      lejos de las tinieblas y los fuegos.
      Cuando despertó, Sam notó que estaba acostado en un lecho mullido, pero sobre
      él se mecían levemente grandes ramas de abedul, y la luz verde y dorada del sol
      se filtraba a través del follaje. Todo el aire era una mezcla de fragancias dulces.
        Recordaba aquel perfume: los aromas de Ithilien.
        « ¡Córcholis!» , murmuró. « ¿Por cuánto tiempo habré dormido?»
        Pues aquella fragancia lo había transportado al día que encendiera la pequeña
      fogata al pie del barranco soleado, y por un instante todo lo que ocurrió después
      se  le  había  borrado  de  la  memoria.  Se  desperezó.  « ¡Qué  sueño  he  tenido!»
      murmuró.  « ¡Qué  alegría  haberme  despertado!»   Se  sentó  y  vio  junto  a  él  a
      Frodo, que dormía apaciblemente, una mano bajo la cabeza, la otra apoyada en
      la manta: la derecha, y le faltaba el dedo mayor de la mano derecha. Recordó
      todo de pronto, y gritó:
        —¡No era un sueño! ¿Entonces, dónde estamos? Y una voz suave respondió
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