Page 1111 - El Señor de los Anillos
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Estoy  tan  confundido.  ¡No  me  digas,  Gandalf!  ¡Increíble!  ¡Quién  lo  hubiera
      pensado, en nuestros tiempos!
        Pero él, por su parte, habló largo y tendido. Las cosas distaban de andar bien,
      contó. Los negocios no sólo no prosperaban; eran un verdadero desastre.
        —Ya ningún forastero se acerca a Bree —dijo—. Y las gentes de por aquí se
      quedan en casa casi todo el tiempo, y a puertas trancadas. La culpa de todo la
      tienen esos recién llegados y esos vagabundos que empezaron a aparecer por el
      Camino Verde el año pasado, como ustedes recordarán; pero más tarde vinieron
      más. Algunos eran pobres infelices que huían de la desgracia; pero la mayoría
      eran  hombres  malvados,  ladrones  y  dañinos.  Y  aquí  mismo,  en  Bree,  hubo
      disturbios, disturbios graves. Y tuvimos una verdadera refriega, y a alguna gente
      la mataron, ¡la mataron muerta! Si quieren creerme.
        —Te creo —dijo Gandalf—. ¿Cuántos?
        —Tres  y  dos  —dijo  Mantecona—,  refiriéndose  a  la  Gente  Grande  y  a  la
      Pequeña—.  Murieron  el  pobre  Mat  Dedos  Matosos,  y  Rowlie  Manzano,  y  el
      pequeño Tom Abrojos, de la otra vertiente de la Colina; y Willie Bancos de allá
      arriba, y uno de los Sotomonte de Entibo; toda buena gente, se la echa de menos.
      Y  Enrique  Madreselva,  el  que  antes  estaba  en  la  puerta  del  oeste,  y  ese  Bill
      Helechal, se pasaron al bando de los intrusos, y se quedaron con ellos; y fueron
      ellos quienes los dejaron entrar, me parece a mí. La noche de la batalla, quiero
      decir. Y eso fue después que les mostramos las puertas y los echamos; pasó antes
      de fin de año; y la batalla fue a principios del Año Nuevo, después de la gran
      nevada.
        » Y ahora les ha dado por robar y viven afuera, escondidos en los bosques del
      otro lado de Archet, y en las tierras salvajes allá por el norte. Es un poco como
      en los malos tiempos de antes de que hablan las leyendas, digo yo. Ya no hay
      seguridad en los caminos y nadie va muy lejos, y la gente se encierra temprano
      en las casas. Hemos tenido que poner centinelas todo alrededor de la empalizada
      y muchos hombres a vigilar las puertas durante la noche.
        —Bueno, a nosotros nadie nos molestó —dijo Pippin— y vinimos lentamente,
      y sin montar guardias. Creíamos haber dejado atrás todos los problemas.
        —Ah, eso no, señor, y es lo más triste del caso —dijo Mantecona—. Pero no
      me extraña que los hayan dejado tranquilos. No se van a atrever a atacar a gente
      armada,  con  espadas  y  yelmos  y  escudos  y  todo.  Lo  pensarían  dos  veces,  sí
      señor. Y les confieso que yo mismo quedé un poco desconcertado hoy cuando los
      vi.
        Y entonces, de pronto, los hobbits comprendieron que la gente los miraba con
      estupefacción, no por la sorpresa de verlos de vuelta sino por las ropas insólitas
      que  vestían.  Tanto  se  habían  acostumbrado  a  las  guerras  y  a  cabalgar  en
      compañía de atavíos relucientes, que no se les había ocurrido en ningún momento
      que las cotas de malla que les asomaban por debajo de los mantos, los yelmos de
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