Page 1108 - El Señor de los Anillos
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                       Rumbo a casa
      Por fin los hobbits emprendieron el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por
      volver a ver la Comarca; sin embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues
      Frodo  había  estado  algo  intranquilo.  En  el  Vado  de  Bruinen  se  había  detenido
      como si temiera aventurarse a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por
      momentos parecía no verlos, ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día
      había estado silencioso. Era el seis de octubre.
        —¿Te duele algo, Frodo? —le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba
      junto a él.
        —Bueno, sí —dijo Frodo—. Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el
      recuerdo de la oscuridad. Hoy se cumple un año.
        —¡Ay! —dijo Gandalf—. Ciertas heridas nunca curan del todo.
        —Temo que la mía sea una de ellas —dijo Frodo—. No hay un verdadero
      regreso. Aunque vuelva a la Comarca, no me parecerá la misma; porque yo no
      seré el mismo. Llevo en mí la herida de un puñal, la de un aguijón y la de unos
      dientes; y la de una larga y pesada carga. ¿Dónde encontraré reposo?
        Gandalf no respondió.
      Al final del día siguiente el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo
      estaba contento otra vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A
      partir de entonces el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando pues
      cabalgaban sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques, donde
      las hojas eran rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a la Cima de
      los  Vientos;  y  se  acercaba  la  hora  del  ocaso  y  la  sombra  de  la  colina  se
      proyectaba oscura sobre el camino. Frodo les rogó entonces que apresuraran el
      paso, y sin una sola mirada a la colina, atravesó la sombra con la cabeza gacha y
      arrebujado en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un viento cargado de
      lluvia  sopló  desde  el  oeste,  frío  e  inclemente,  y  las  hojas  amarillas  se
      arremolinaron como pájaros en el aire. Cuando llegaron al Bosque de Chet ya las
      ramas estaban casi desnudas, y una espesa cortina de lluvia ocultaba la Colina de
      Bree.
        Así  fue  como  hacia  el  final  de  un  atardecer  lluvioso  y  borrascoso  de  los
      últimos días de octubre, los cinco jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron
      a la puerta meridional de Bree. Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y
      en  el  cielo  crepuscular  las  nubes  bajas  se  perseguían.  Y  los  corazones  se  les
      encogieron, porque habían esperado una recepción más calurosa.
        Cuando hubieron llamado varias veces, apareció por fin el Guardián, y vieron
      que  llevaba  un  pesado  garrote;  los  observó  con  temor  y  desconfianza;  pero
      cuando reconoció a Gandalf, y notó que quienes lo acompañaban eran hobbits, a
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