Page 236 - El Señor de los Anillos
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Los hobbits se sentían todavía extenuados, cuando de nuevo partieron temprano a
      la mañana siguiente. Había que recorrer aún muchas millas para llegar al vado y
      marcharon de prisa, trastabillando.
        —El peligro aumentará justo poco antes de llegar al río —dijo Glorfindel—,
      pues el corazón me dice que los perseguidores vienen ahora a toda prisa detrás de
      nosotros y otro peligro puede estar esperándonos cerca del vado.
        El  camino  corría  aún  regularmente  ladera  abajo  y  ahora  a  veces  había
      mucha hierba a los lados y los hobbits caminaban por allí cuando podían, para
      aliviarse los pies. A la caída de la tarde llegaron a un lugar donde el camino se
      metía de pronto entre las sombras oscuras de unos pinos, precipitándose luego en
      un  desfiladero  de  paredes  de  piedra  roja,  escarpadas  y  húmedas.  Unos  ecos
      resonaron mientras se adelantaban de prisa y pareció oírse el sonido de muchos
      pasos, que venían detrás. De pronto, el camino desembocó otra vez en terreno
      despejado,  saliendo  del  túnel  como  por  una  puerta  de  luz.  Allí,  al  pie  de  una
      ladera muy inclinada, se extendía una llanura de una milla de largo, y luego el
      Vado  de  Rivendel.  En  el  otro  lado  había  una  loma  escarpada,  de  color  ocre,
      recorrida por un sinuoso sendero y más allá se superponían unas montañas altas,
      estribación sobre estribación y cima sobre cima, en el cielo pálido.
        Más atrás se oía todavía un eco, como si unos pasos vinieran siguiéndolos por
      el  desfiladero;  un  sonido  impetuoso,  como  si  un  viento  soplara  derramándose
      entre las ramas de los pinos. Glorfindel se volvió un momento a escuchar y en
      seguida dio un salto, gritando:
        —¡Huid! ¡Huid! ¡El enemigo está sobre nosotros!
        El caballo blanco se precipitó hacia adelante. Los hobbits bajaron corriendo
      por la pendiente. Glorfindel y Trancos los siguieron como retaguardia. No habían
      cruzado aún la mitad del llano, cuando se oyó un galope de caballos. Saliendo del
      túnel  de  árboles  que  acababan  de  dejar  apareció  un  Jinete  Negro.  Tiró  de  las
      riendas y se detuvo, balanceándose en la silla. Otro lo siguió y luego otro y en
      seguida otros dos.
        —¡Corre! ¡Corre! —le gritó Glorfindel a Frodo.
        Frodo  no  obedeció  inmediatamente,  como  dominado  por  una  extraña
      indecisión. Llevando el caballo al paso, se volvió para mirar atrás. Los Jinetes
      parecían alzarse sobre las grandes sillas como estatuas amenazadoras en lo alto
      de  un  cerro  negro  y  macizo,  mientras  que  todos  los  bosques  y  tierras  de
      alrededor  se  desvanecían  como  en  una  niebla.  De  pronto  el  corazón  le  dijo  a
      Frodo que los jinetes estaban ordenándole en silencio que esperara. En seguida y
      a la vez, el miedo y el odio despertaron en él. Soltó las riendas y echando mano a
      la empuñadura de la espada, la desenvainó con un relámpago rojo.
        —¡Corre! ¡Corre! —gritó Glorfindel y en seguida llamó al caballo con voz
      alta y clara en la lengua de los Elfos: noro lim, noro lim, Asfaloth!
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