Page 235 - El Señor de los Anillos
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Eres tú, Frodo, y lo que tú llevas lo que nos pone a todos en peligro.
      Frodo no encontró respuesta y tuvo que montar el caballo blanco de Glorfindel.
      El poney en cambio fue cargado con una gran parte de los fardos de los otros, de
      modo  que  ahora  pudieron  marchar  más  aliviados  y  durante  un  tiempo  con
      notable rapidez; pero los hobbits pronto descubrieron que les era difícil seguir el
      paso rápido e infatigable del elfo. Allá iba, adelante, adentrándose en la boca de
      la oscuridad y todavía más adelante hacia la noche profunda y nublada. No había
      luna  ni  estrellas.  Hasta  que  asomó  el  gris  del  alba  no  les  permitió  que  se
      detuviesen.  Pippin,  Merry  y  Sam  estaban  ya  por  ese  entonces  casi  dormidos,
      sosteniéndose apenas sobre unas piernas entumecidas y hasta el mismo Trancos
      encorvaba la espalda como si se sintiera fatigado. Frodo, a caballo, iba envuelto
      en un sueño oscuro.
        Se  echaron  al  suelo  entre  las  malezas  a  unos  pocos  metros  del  camino  y
      cayeron dormidos en seguida. Les pareció que habían cerrado apenas los ojos
      cuando Glorfindel, que se había quedado vigilando mientras los otros dormían, los
      despertó de nuevo. La mañana estaba ya bastante avanzada y las nubes y nieblas
      de la noche habían desaparecido.
        —¡Bebed esto! —les dijo Glorfindel, sirviéndoles uno a uno un poco del licor
      que llevaba en la bota de cuero adornada de plata. La bebida era clara como
      agua de manantial y no tenía sabor y no era ni fresca ni tibia en la boca, pero les
      pareció mientras bebían que recobraban la fuerza y el vigor. Luego unos pocos
      bocados  de  pan  rancio  y  de  fruta  seca  (pues  ya  no  les  quedaba  ninguna  otra
      cosa)  les  calmaron  el  hambre  mejor  que  muchos  buenos  desayunos  de  la
      Comarca.
        Habían  descansado  bastante  menos  de  cinco  horas  cuando  retornaron  el
      camino. Glorfindel insistía en la necesidad de no detenerse y sólo les permitió dos
      breves descansos en toda la jornada. Cubrieron así más de veinte millas antes de
      la caída de la noche y llegaron al punto en que el camino doblaba a la derecha y
      descendía  abruptamente  al  fondo  del  valle,  acercándose  una  vez  más  al  río.
      Hasta  ahora  no  había  habido  ninguna  señal  o  sonido  de  persecución  que  los
      hobbits  pudieran  ver  u  oír.  Pero  a  menudo,  si  los  otros  habían  quedado  atrás,
      Glorfindel se detenía y escuchaba y una nube de preocupación le ensombrecía el
      rostro. Una vez o dos le habló a Trancos en lengua élfica.
        Pero por inquietos que se sintieran los guías, era evidente que los hobbits no
      podrían ir más lejos esa noche. Caminaban tambaleándose, como borrachos de
      cansancio, e incapaces de pensar en otra cosa que en los pies y las piernas. El
      sufrimiento  de  Frodo  se  había  duplicado  y  las  cosas  de  alrededor  se  le
      desvanecían durante el día en sombras de un gris espectral. Le alegraba casi la
      llegada de la noche, pues el mundo parecía entonces menos pálido y vacío.
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