Page 232 - El Señor de los Anillos
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un juglar. Terminará por ser un mago… ¡o un guerrero!
—Espero que no —dijo Sam—. Ni lo uno ni lo otro.
A la tarde continuaron descendiendo por la espesura. Seguían quizás aquella
misma senda que Gandalf, Bilbo y los enanos habían utilizado muchos años antes.
Luego de unas pocas millas llegaron a la cima de una loma que dominaba el
camino. Aquí la calzada había dejado atrás el angosto valle del río y ahora se
abrazaba a las colinas, bajando y subiendo entre los bosques y las laderas
cubiertas de maleza hacia el vado y las montañas. No lejos de la loma Trancos
señaló una piedra que asomaba entre el pasto. Toscamente talladas y ahora muy
erosionadas podían verse aún en la piedra unas runas de enanos y marcas
secretas.
—¡Sí! —dijo Merry—. Esta ha de ser la piedra que señala dónde estaba
escondido el oro de los enanos. ¿Cuánto queda de la parte de Bilbo, me pregunto,
Frodo?
Frodo miró la piedra y deseó que Bilbo no hubiera traído de vuelta un tesoro
más peligroso y más difícil de compartir.
—Nada —dijo—. Bilbo lo regaló todo. Me dijo que no creía que le
perteneciera, pues provenía de ladrones.
El camino se extendía bajo las sombras alargadas del atardecer, apacible y
desierto. No había otra ruta posible, de modo que bajaron por la barranca y
torciendo a la izquierda marcharon a paso vivo. Pronto la estribación de una loma
interceptó la luz del sol que declinaba rápidamente.
Un viento frío venía hacia ellos desde las montañas que sobresalían allá
adelante.
Empezaban a buscar un sitio fuera del camino donde pudieran acampar esa
noche, cuando oyeron un sonido que los atemorizó de nuevo: unos cascos de
caballo que resonaban detrás. Volvieron la cabeza, pero no alcanzaron a ver muy
lejos a causa de las idas y venidas del camino. Dejaron de prisa la calzada y
subieron internándose entre los profundos matorrales de brezos y arándanos que
cubrían las laderas, hasta que al fin llegaron a un monte de castaños frondosos.
Espiando entre las malezas podían ver el camino, débil y gris a la luz crepuscular
allá abajo, a unos treinta pies. El sonido de los cascos se acercaba. Los caballos
galopaban, con un leve tiquititac tiquititac. Luego, débilmente, como si la brisa se
lo llevara, creyeron oír un repique apagado, como un tintineo de campanillas.
—¡Eso no suena como el caballo de un jinete Negro! —dijo Frodo, que
escuchaba con atención.
Los otros hobbits convinieron en que así era, esperanzados, aunque con cierta
desconfianza. Desde hacía tiempo marchaban temiendo que los persiguieran y