Page 259 - El Señor de los Anillos
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impuso a Eärendil un eterno destino:
navegar por los cielos sin orillas
detrás del Sol y la luz de la Luna.
De las altas colinas de Evereven
donde hay dulces manantiales de plata
las alas lo llevaron, como una luz errante,
más allá del Muro de la Montaña.
Del fin del mundo entonces se volvió
deseando encontrar otra vez
la luz del hogar; navegando entre sombras
y ardiendo como una estrella solitaria
fue por encima de las nieblas
como fuego distante delante del sol,
maravilla que precede al alba,
donde corren las aguas de Norlanda.
Y así pasó sobre la Tierra Media
y al fin oyó los llantos de dolor
de las mujeres y las vírgenes élficas
de los Tiempos Antiguos, de los días de antaño.
Pero un destino implacable pesaba sobre él:
hasta la desaparición de la Luna
pasar como una estrella en órbita
sin detenerse nunca en las orillas
donde habitan los mortales, heraldo
de una misión que no conoce descanso
llevar allá lejos la claridad resplandeciente,
la luz flamígera de Oesternesse.
El canto cesó. Frodo abrió los ojos y vio que Bilbo estaba sentado en el
taburete en medio de un círculo de oyentes que sonreían y aplaudían.
—Ahora oigámoslo de nuevo —dijo un elfo.
Bilbo se incorporó e hizo una reverencia.
—Me siento halagado, Lindir —dijo—. Pero sería demasiado cansado
repetirlo de cabo a rabo.
—No demasiado cansado para ti —dijeron los elfos riendo—. Sabes que
nunca te cansas de recitar tus propios versos. ¡Pero en verdad una sola audición
no nos basta para responder a tu pregunta!
—¡Qué! —exclamó Bilbo—. ¿No podéis decir qué partes son mías y cuáles
de Dúnadan?
—No es fácil para nosotros señalar diferencias entre dos mortales —dijo el
elfo.
—Tonterías, Lindir —gruñó Bilbo—. Si no puedes distinguir entre un hombre