Page 556 - El Señor de los Anillos
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El Rey del Castillo de Oro
C ontinuaron cabalgando durante la puesta del sol y el lento crepúsculo, y la
noche que caía. Cuando al fin se detuvieron y echaron pie a tierra, aun el mismo
Aragorn se sentía embotado y fatigado. Gandalf sólo les concedió un descanso de
unas pocas horas. Legolas y Gimli durmieron, y Aragorn se tendió de espaldas
en el suelo, pero Gandalf se quedó de pie, apoyado en el bastón, escrutando la
oscuridad, al este y al oeste. Todo estaba en silencio y no había señales de
criaturas vivas. Cuando los otros abrieron los ojos, unas nubes largas atravesaban
el cielo de la noche, arrastradas por un viento helado. Partieron una vez más a la
luz fría de la luna, rápidamente, como si fuera de día.
Las horas pasaron y aún seguían cabalgando. Gimli cabeceaba y habría
caído por tierra si Gandalf no lo hubiera sostenido, sacudiéndolo. Hasufel y Arod,
fatigados pero orgullosos, corrían detrás del guía infatigable, una sombra gris
apenas visible ante ellos. Muchas millas quedaron atrás. La luna creciente se
hundió en el oeste nuboso.
Un frío penetrante invadió el aire. Lentamente, en el oeste, las tinieblas se
aclararon y fueron de un color gris ceniciento. Unos rayos de luz roja asomaron
por encima de las paredes negras de Emyn Muil lejos a la izquierda. Llegó el
alba, clara y brillante; un viento barrió el camino, apresurándose entre las hierbas
gachas. De pronto Sombragris se detuvo y relinchó. Gandalf señaló allá adelante.
—¡Mirad! —exclamó, y todos alzaron los ojos fatigados. Delante de ellos se
erguían las montañas del Sur: coronadas de blanco y estriadas de negro. Los
herbazales se extendían hasta las lomas que se agrupaban al pie de las laderas y
subían a numerosos valles todavía borrosos y oscuros que la luz del alba no había
tocado aún y que se introducían serpeando en el corazón de las grandes
montañas. Delante mismo de los viajeros la más ancha de estas cañadas se abría
como una larga depresión entre las lomas. Lejos en el interior alcanzaron a ver la
masa desmoronada de una montaña con un solo pico; a la entrada del valle se
elevaba una cima solitaria, como un centinela. Alrededor, fluía el hilo plateado
de un arroyo que salía del valle; sobre la cumbre, todavía muy lejos, vieron un
reflejo del sol naciente, un resplandor de oro.
—¡Habla, Legolas! —dijo Gandalf—. ¡Dinos lo que ves ante nosotros!
Legolas miró adelante, protegiéndose los ojos de los rayos horizontales del sol
que acababa de asomar.
—Veo una corriente blanca que desciende de las nieves —dijo—. En el sitio
en que sale de la sombra del valle, una colina verde se alza al este. Un foso, una
muralla maciza y una cerca espinosa rodean la colina. Dentro asoman los techos
de las casas; y en medio, sobre una terraza verde se levanta un castillo de