Page 579 - El Señor de los Anillos
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                      El Abismo de Helm
      E l sol declinaba ya en el poniente cuando partieron de Edoras, llevando en los
      ojos la luz del atardecer, que envolvía los ondulantes campos de Rohan en una
      bruma  dorada.  Un  camino  trillado  costeaba  las  estribaciones  de  las  Montañas
      Blancas hacia el noroeste y en él se internaron, subiendo y bajando y vadeando
      numerosos riachos que corrían y saltaban entre las rocas de la campiña verde. A
      lo lejos y a la derecha asomaban las Montañas Nubladas, cada vez más altas y
      más sombrías a medida que avanzaban las huestes. Ante ellos, el sol se hundía
      lentamente. Detrás, venía la noche.
        El ejército proseguía la marcha, empujado por la necesidad. Temiendo llegar
      demasiado tarde, se adelantaban a todo correr y rara vez se detenían. Rápidos y
      resistentes eran los corceles de Rohan, pero el camino era largo: cuarenta leguas
      o  quizá  más,  a  vuelo  de  pájaro,  desde  Edoras  hasta  los  vados  del  Isen,  donde
      esperaban  encontrar  a  los  hombres  del  rey  que  contenían  a  las  tropas  de
      Saruman.
        Cayó la noche. Al fin se detuvieron a acampar. Habían cabalgado unas cinco
      horas y habían dejado atrás buena parte de la llanura occidental, pero aún les
      quedaba por recorrer más de la mitad del trayecto. En un gran círculo bajo el
      cielo estrellado y la luna creciente levantaron el vivac. No encendieron hogueras,
      pues no sabían lo que la noche podía depararles; pero rodearon el campamento
      con una guardia de centinelas montados y algunos jinetes partieron a explorar los
      caminos, deslizándose como sombras entre los repliegues del terreno. La noche
      transcurrió  lentamente,  sin  novedades  ni  alarmas.  Al  amanecer  sonaron  los
      cuernos y antes de una hora ya estaban otra vez en camino.
        Aún no había nubes en el cielo, pero la atmósfera era pesada y demasiado
      calurosa para esa época del año. El sol subía velado por una bruma, perseguido
      palmo a palmo por una creciente oscuridad, como si un huracán se levantara en
      el  este.  Y  a  lo  lejos,  en  el  noroeste,  otra  oscuridad  parecía  cernirse  sobre  las
      últimas  estribaciones  de  las  Montañas  Nubladas,  una  sombra  que  descendía
      arrastrándose desde el Valle del Mago.
        Gandalf retrocedió hasta donde Legolas cabalgaba al lado de Eomer.
        —Tú que tienes los ojos penetrantes de tu hermosa raza, Legolas —dijo—,
      capaces de distinguir a una legua un gorrión de un jilguero: dime, ¿ves algo allá a
      lo lejos, en el camino a Isengard?
        —Muchas  millas  nos  separan  —dijo  Legolas,  y  miró  llevándose  la  larga
      mano a la frente y protegiéndose los ojos de la luz—. Veo una oscuridad. Dentro
      hay formas que se mueven, grandes formas lejanas a la orilla del río, pero qué
      son no lo puedo decir. No es una bruma ni una nube lo que me impide ver: es una
      sombra  que  algún  poder  extiende  sobre  la  tierra  para  velarla  y  que  avanza
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