Page 580 - El Señor de los Anillos
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lentamente a lo largo del río. Es como si el crepúsculo descendiera de las colinas
bajo una arboleda interminable.
—Y la tempestad de Mordor nos viene pisando los talones —dijo Gandalf—.
La noche será siniestra.
En la jornada del segundo día, el aire parecía más pesado aún. Por la tarde, las
nubes oscuras los alcanzaron: un palio sombrío de grandes bordes ondulantes y
estrías de luz enceguecedora. El sol se ocultó, rojo sangre en una espesa bruma
gris. Un fuego tocó las puntas de las lanzas cuando los últimos rayos iluminaron
las pendientes escarpadas del Thrihyrne, ya muy cerca, en el brazo septentrional
de las Montañas Blancas: tres picos dentados que miraban al poniente. A los
últimos resplandores purpúreos, los hombres de la vanguardia divisaron un punto
negro, un jinete que avanzaba hacia ellos. Se detuvieron a esperarlo.
El hombre llegó, exhausto, con el yelmo abollado y el escudo hendido. Se
apeó lentamente del caballo y allí se quedó, silencioso y jadeante.
—¿Está aquí Eomer? —preguntó al cabo de un rato—. Habéis llegado al fin,
pero demasiado tarde y con fuerzas escasas. La suerte nos ha sido adversa
después de la muerte de Théodred. Ayer, en la otra margen del Isen, sufrimos
una derrota; muchos hombres perecieron al cruzar el río. Luego, al amparo de la
noche, otras fuerzas atravesaron el río y atacaron el campamento. Toda Isengard
ha de estar vacía; y Saruman armó a los montañeses y pastores salvajes de las
Tierras Oscuras de más allá de los ríos y los lanzó contra nosotros. Nos
dominaron. El muro de protección ha caído. Erkenbrand del Folde Oeste se ha
replegado con todos los hombres que pudo reunir en la fortaleza del Abismo de
Helm. Los demás se han dispersado.
» ¿Dónde está Eomer? Decidle que no queda ninguna esperanza. Que mejor
sería regresar a Edoras antes que lleguen los lobos de Isengard.
Théoden había permanecido en silencio, oculto detrás de los guardias; ahora
adelantó el caballo.
—¡Ven, acércate, Ceorl! —dijo—. Aquí estoy yo. La última hueste de los
Eorlingas se ha puesto en camino. No volverá a Edoras sin presentar batalla.
Una expresión de alegría y sorpresa iluminó el rostro del hombre. Se irguió y
luego se arrodilló a los pies del rey ofreciéndole la espada mellada.
—¡Ordenad, mi Señor! —exclamó—. ¡Y perdonadme! Creía que…
—Creías que me había quedado en Meduseld, agobiado como un árbol viejo
bajo la nieve de los inviernos. Así me vieron tus ojos cuando partiste para la
guerra. Pero un viento del oeste ha sacudido las ramas —dijo Théoden—. ¡Dadle
a este hombre otro caballo! ¡Volemos a auxiliar a Erkenbrand!
Mientras Théoden hablaba aún, Gandalf se había adelantado un trecho, y miraba