Page 585 - El Señor de los Anillos
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un parapeto al que sólo podía asomarse un hombre muy alto. De tanto en tanto
había troneras en el parapeto de piedra. Se llegaba a este baluarte por una
escalera que descendía desde una de las puertas del patio exterior de la fortaleza;
otras tres escaleras subían detrás desde el Abismo hasta la muralla; pero la
fachada era lisa y las grandes piedras empalmaban unas con otras tan
ajustadamente que no había en las uniones ningún posible punto de apoyo para el
pie, y las de más arriba eran anfractuosas como las rocas de un acantilado
tallado por el mar.
Gimli estaba apoyado contra el parapeto del muro. Legolas, sentado a sus pies,
jugueteaba con el arco y escudriñaba la oscuridad.
—Esto me gusta más —dijo el enano pisando las piedras—. El corazón
siempre se me anima en las cercanías de las montañas. Hay buenas rocas aquí.
Esta región tiene los huesos sólidos. Podía sentirlos bajo los pies cuando subíamos
desde el foso. Dadme un año y un centenar de los de mi raza y haré de este lugar
un baluarte donde los ejércitos se estrellarán como un oleaje.
—No lo dudo —dijo Legolas—. Pero tú eres un enano, y los enanos son gente
extraña. A mí no me gusta este lugar y sé que no me gustará más a la luz del día.
Pero tú me reconfortas, Gimli, y me alegro de tenerte cerca con tus piernas
robustas y tu hacha poderosa. Desearía que hubiera entre nosotros más de los de
tu raza. Pero más daría aún por un centenar de arqueros del Bosque Negro. Los
necesitaremos. Los Rohirrim tienen buenos arqueros a su manera, pero hay muy
pocos aquí, demasiado pocos.
—Está muy oscuro para hablar de estas cosas —dijo Gimli—. En realidad, es
hora de dormir. ¡Dormir! Nunca un enano tuvo tantas ganas de dormir. Cabalgar
es faena pesada. Sin embargo, el hacha no se está quieta en mi mano. ¡Dadme
una hilera de cabezas de orcos y espacio suficiente para blandir el hacha y todo
mi cansancio desaparecerá!
El tiempo pasó, lento. A lo lejos, en el valle, ardían aún unas hogueras
desperdigadas. Las huestes de Isengard avanzaban en silencio y las antorchas
trepaban serpeando por la cañada en filas innumerables.
De súbito, desde la empalizada, llegaron los alaridos y los feroces gritos de
guerra de los hombres. Teas encendidas asomaron por el borde y se
amontonaron en el foso en una masa compacta. En seguida se dispersaron y
desaparecieron. Los hombres volvían al galope a través del campo y subían por
la rampa hacia Cuernavilla. La retaguardia del Folde Oeste se había visto
obligada a replegarse.
—¡El enemigo está ya sobre nosotros! —dijeron—. Hemos agotado nuestras
flechas y dejamos en la empalizada un tendal de orcos. Pero esto no los detendrá
mucho tiempo. Ya están escalando la rampa en distintos puntos, en filas cerradas
como un hormiguero en marcha. Pero les hemos enseñado a no llevar antorchas.