Page 587 - El Señor de los Anillos
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puerta.
Eomer y Aragorn estaban juntos, de pie sobre el Muro del Bajo. Oían el
rugido de las voces y los golpes sordos de los arietes; de pronto, a la luz de un
relámpago, advirtieron el peligro que amenazaba a las puertas.
—¡Vamos! —dijo Aragorn—. ¡Ha llegado la hora de las espadas!
Rápidos como el fuego, corrieron a lo largo del muro, treparon las escaleras
y subieron al patio exterior en lo alto del Peñón. Mientras corrían, reunieron un
puñado de valientes espadachines. En un ángulo del muro de la fortaleza había
una pequeña poterna que se abría al oeste, en un punto en el que el acantilado
avanzaba hacia el castillo. Un sendero estrecho y sinuoso descendía hasta la
puerta principal, entre el muro y el borde casi vertical del Peñón. Eomer y
Aragorn franquearon la puerta de un salto, seguidos por sus hombres. En un solo
relámpago las espadas salieron de las vainas.
—¡Gúthwiné! —exclamó Eomer—. ¡Gúthwiné por la Marca!
—¡Andúril! —exclamó Aragorn—. ¡Andúril por los Dúnedain!
Atacando de costado, se precipitaron sobre los salvajes. Andúril subía y
bajaba, resplandeciendo con un fuego blanco. Un grito se elevó desde el muro y
la torre.
—¡Andúril! ¡Andúril va a la guerra! ¡La Espada que estuvo Rota brilla otra
vez!
Aterrorizadas, las criaturas que manejaban los arietes los dejaron caer y se
volvieron para combatir; pero el muro de escudos se quebró como atravesado
por un rayo y los atacantes fueron barridos, abatidos o arrojados por encima del
Peñón al torrente pedregoso. Los arqueros orcos dispararon sin tino todas sus
flechas y luego huyeron.
Eomer y Aragorn se detuvieron un momento frente a las puertas. El trueno rugía
ahora en la lejanía. Los relámpagos centelleaban aún a la distancia entre las
montañas del sur. Un viento inclemente soplaba otra vez desde el norte. Las nubes
se abrían y se dispersaban, y aparecieron las estrellas; y por encima de las
colinas que bordeaban el Valle del Bosque la luna surcó el cielo hacia el oeste,
con un brillo amarillento en los celajes de la tormenta.
—No hemos llegado a tiempo —dijo Aragorn, mirando los portales. Los
golpes de los arietes habían sacado de quicio los grandes goznes y habían doblado
las trancas de hierro; muchos maderos estaban rotos.
—Sin embargo, no podemos quedarnos aquí, de este lado de los muros, para
defenderlos —dijo Eomer—. ¡Mira! —Señaló hacia la explanada. Una apretada
turba de orcos y hombres volvía a congregarse más allá del río. Ya las flechas
zumbaban y rebotaban en las piedras de alrededor—. ¡Vamos! Tenemos que
volver y amontonar piedras y vigas y bloquear las puertas por dentro. ¡Vamos