Page 586 - El Señor de los Anillos
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Había pasado ya la medianoche. El cielo era un espeso manto de negrura y
      la  quietud  del  aire  pesado  anunciaba  una  tormenta.  De  pronto  un  relámpago
      enceguecedor rasgó las nubes. Las ramas luminosas cayeron sobre las colinas
      del  este.  Durante  un  instante  los  vigías  apostados  en  los  muros  vieron  todo  el
      espacio que los separaba de la empalizada: iluminado por una luz blanquísima,
      hervía,  pululaba  de  formas  negras,  algunas  burdas  y  achaparradas,  otras
      gigantescas y amenazadoras, con cascos altos y escudos negros. Centenares y
      centenares de estas formas seguían descolgándose en tropel desde la empalizada
      y a través del foso. La marea oscura subía como un oleaje hasta los muros, de
      risco en risco. En el valle retumbó el trueno y se descargó una lluvia lacerante.
        Las flechas, no menos copiosas que el aguacero, silbaban por encima de los
      parapetos  y  caían  sobre  las  piedras  restallando  y  chisporroteando.  Algunas
      encontraban un blanco.
        Había comenzado el ataque al Abismo de Helm, pero dentro no se oía ningún
      ruido, ningún desafío; nadie respondía a las flechas enemigas.
        Las  huestes  atacantes  se  detuvieron,  desconcertadas  por  la  amenaza
      silenciosa de la piedra y el muro. A cada instante, los relámpagos desgarraban las
      tinieblas. De pronto, los orcos prorrumpieron en gritos agudos agitando lanzas y
      espadas y disparando una nube de flechas contra todo cuanto se veía por encima
      de los parapetos; y los hombres de la Marca, estupefactos, se asomaron sobre lo
      que parecía un inmenso trigal negro sacudido por un vendaval de guerra, y cada
      espiga era una púa erizada y centelleante.
        Resonaron  las  trompetas  de  bronce.  Los  enemigos  se  abalanzaron  en  una
      marejada violenta, unos contra el Muro del Bajo, otros hacia la explanada y la
      rampa  que  subía  hasta  las  puertas  de  Cuernavilla.  Era  un  ejército  de  orcos
      gigantescos y montañeses salvajes de las Tierras Oscuras. Vacilaron un instante
      y luego reanudaron el ataque. El resplandor fugaz de un relámpago iluminó en
      los cascos y los escudos la insignia siniestra, la mano de Isengard. Llegaron a la
      cima de la roca; avanzaron hacia los portales.
        Entonces,  por  fin,  hubo  una  respuesta:  una  tormenta  de  flechas  les  salió  al
      encuentro, y una granizada de pedruscos. Sorprendidos, las criaturas titubearon,
      se desbandaron y emprendieron la fuga; pero en seguida volvieron a la carga,
      dispersándose y atacando de nuevo, y cada vez, como una marea creciente, se
      detenían en un punto más elevado. Resonaron otra vez las trompetas y una horda
      saltó hacia adelante, vociferando. Llevaban los escudos en alto como formando
      un  techo  y  empujaban  en  el  centro  dos  troncos  enormes.  Tras  ellos  se
      amontonaban  los  arqueros  orcos,  lanzando  una  lluvia  de  dardos  contra  los
      arqueros  apostados  en  los  muros.  Llegaron  por  fin  a  las  puertas.  Los  maderos
      crujieron al  resquebrajarse,  cediendo  a  los embates  de  los  árboles impulsados
      por brazos vigorosos. Si un orco caía, aplastado por una piedra que se despeñaba,
      otros dos corrían a reemplazarlo. Una y otra vez los grandes arietes golpearon la
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